martes, 28 de mayo de 2024

La niña del yo-yo

 

Radegunda Gofré, cuya hija manejaba el yo-yo con maestría y hacía globos con la goma de mascar, tomó un día el correo y llevó a su niña a Madrid  con objeto de que pudiera participar en un casting de estrellas infantiles. Aquella noche, hospedadas en la Pensión Loreto, los nervios casi no las dejaron conciliar el sueño reparador. Madrugaron más que de costumbre. La madre le puso a la niña un vestido rojo con faralaes, tafetanes y pelitriques, además de unos zapatitos de tacón con gomitas en el empeine a lo Juanita Reina, y ambas caminaron por la acera de la Gran Vía hasta la calle Sevilla. En la cafetería Hontanares desayunaron unos cafés con leche, muy cerca del número 21 de esa calle donde iba a tener lugar el casting. Aquella criatura, Manolilla, se había hartado de ensayar todas las atardecidas en casa de la mercera Narcisa, que tenía piano y deseos de ayudar. Porque la niña del yo-yo apuntaba maneras tanto a capella como a la guitarra o a instrumento de teclado, arrancándose por peteneras, soleares, carceleras, caracoles y rondeñas. Llegado el momento, los remilgados encargados de aquel casting le propusieron aquella chiquilla magra de carnes que cantase lo que le viniese en gana, siempre que la tonadilla tuviese alegría y salero. La niña lo consultó con su madre. Le habló algo al oído. Más tarde comenzó a cantar con desparpajo, como si hubiese nacido en la misma Alameda de Hércules donde otrora rebotaron los quejíos negros de Manolo el del Bulto. Pero cuando llegó a la estrofa, “…se murió Carmen Amaya y toda España lloró”, aquellos tipos del casting entendieron que tales cantilenas no las tenía que entonar una jovencita, que daba cierta agonía verla modular con aquella zangarriana. No pasó el filtro de los elegidos y la pobre Manolilla lloró hasta la hartura. Más tarde, madre e hija tomaron en Atocha otro tren, de esos que paraban en todas las estaciones y apeaderos, y regresaron a la aldea mustias y con esplín de mala luna.

 

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