domingo, 26 de mayo de 2024

Nicodemo Pedrola

 

Nicodemo Pedrola sólo bebía güisqui americano, el brebaje que al otro lado del Atlántico conocen como bourbon, o whiskey, con el que desayunaba John Wayne en todas sus películas del género western, desde “La diligencia” hasta “El último pistolero”. Nicodemo Pedrola se fijaba en la  Paramount Production y en la fantasía literaria de Manuel Lafuente Estefanía, que crearon escuela. Cada vez que Nicodemo Pedrola leía una de aquellas sobadas novelas de bolsillo se venía arriba de forma solemne, sacaba de una de sus faltriqueras un cigarro algo torcido, de esos valencianos que llaman caliqueños, se lo colocaba entre los dientes y mientras se miraba al espejo con barba de dos días parsimoniosamente raspaba una cerilla en la suela de su bota campera con espuela de cinco muelas. Las botas camperas repujadas sólo podía adquirirlas Nicodemo Pedrola en una tienda ubicada en El Tubo, en Zaragoza,  junto a la peluquería  Salón La ideal, muy cerca del salón El Plata. Cuando Nicodemo iba a Zaragoza en el ómnibus Arcos, aprovechaba para acercarse hasta El Tubo y dotarse de sebo de caballo para aplicar a la piel de su calzado. De paso, Longinos Marqueta, el barbero del Salón La ideal, le arreglaba las patillas, le practicaba un esculpido a navaja y le marcaba el tupé.  Ya en la atardecida, Nicodemo caminaba despacio hasta la Estación de Campo Sepulcro dispuesto a tomar un ferrobús de regreso a casa. Pero aprovechando aquellos viajes a Zaragoza, y  después de haber llenado la andorga en Casa Pascualillo, tenía la costumbre de hacer una pausa en el bar Marisi. En aquel local de la calle Graus y a aquellas horas en las que el sol pegaba de plano era raro ver algún cliente. Servía la barra una mujer entrada en años y en carnes que a Nicodemo le ponía cachondo. Nicodemo era hombre rutinario y siempre pedía en aquella barra con poca iluminación un "Johnnie Walker" sin hielo y en vaso corto. Pero no se despachaba esa marca que le gustaba saborear y debía conformarse con un güisqui escocés barato llamado “Langs Supreme”, que le traía a la Trini, la dueña del bar, una conocida de escalera cuando se acercaba a Andorra en viaje de ida y vuelta. Mientras se lo servía aquella mujerona, de camino hacia el excusado, Nicodemo Pedrola dejaba caer una moneda en la ranura de una sinfonola para escuchar a Manzanita con su “Verde, que te quiero verde”.  Aquella mujer ajada, entrada en años, en carnes y con ojeras como la Lirio solía pedirle a Nicodemo que le invitase a una copa. Era su trabajo. Si Nicodemo aceptaba, que siempre aceptaba, la Trini descorchaba un “benjamín”. En agradecimiento, la Trini le daba conversación a Nicodemo hasta casi la hora del tren, contándole historias de poco fundamento y exentas de rencor.

 

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