Las primeras comuniones se han convertido hoy en pequeñas bodas. Recuerdo que en mis tiempos de niñez las primeras comuniones eran otra cosa. Había muy pocos invitados; y tras el rito religioso de sacar la lengua y recibir la Santa Oblea, aquellos felices pocos invitados, padres, abuelos y poco más, todos pasaban al salón de un cafetín donde se les ofrecía un chocolate con unos bizcochos de soletilla, como aquellos inventados a finales del siglo XV en la corte del duque de Saboya y que siglos más tarde, Charles Maurice de Tayeirand, siendo ministro de Exteriores de Napoleón, pidió al confitero Antonin Careme que los hiciese más largos a fin de poder ser untados en cubiletes de madera. Pues bien, con algo de suerte, los camareros de aquellos salones de cafetín también anteponían al modesto festín familiar un plato con unas rodajas de melocotón en almíbar. Los felices pocos invitados, en absoluta reciprocidad, hacían entrega al niño vestido de marinerito blanco o azul; o a la niña, de novia, de cajitas de bombones para que pudiesen endulzar el día más feliz de sus vidas. Yo, que vivía en un pequeño pueblo, fui conducido hasta Zaragoza en el tren “rápido” para que me diese la comunión el entonces obispo auxiliar Lorenzo Bereciartua en una capillita lateral y poco iluminada del Real Seminario de San Carlos. Aquello supongo que daría un cierto caché al recordatorio donde al nombre del obispo auxiliar se le anteponía el de “doctor”. Todavía creo que conservo alguno de aquellos cursis recordatorios en una vieja caja de fotos. Tras la comunión recuerdo que fuimos hasta la Hospedería del Pilar donde tomamos un frugal desayuno acompañados del obispo, al que le hizo entrega mi abuelo materno de un pequeño botafumeiro de plata. Algo no le sentó bien a mi madre y sufrió una especie de cólico. Prefirió quedarse en la Hospedería con las monjas, mientras mis abuelos maternos, mi padre y mi hermano, compañero de ceremonia, dimos una vuelta por los soportales del Paseo de la Independencia. Toda mi ilusión consistía en fijarme en los tranvías. Muchas veces solicité a mi padre montar en uno de ellos ruidosos artefactos con trole. No lo conseguí. Todavía recuerdo mi ira y decepción. Tuve que esperar mucho tiempo hasta poder hacer un tramo en un tranvía amarillo y destartalado de la línea “Venecia-Delicias” que en su parte superior tenía superpuesta una especie de cresta blanca con el anuncio de “Anís de la praviana”. Fue un sueño cumplido en diferido, pero me saqué la espinita clavada. De aquel anís, ya desaparecido, fue presidente de la compañía “Juan Serrano e Hijos” Juan Serrano Álvarez, que había sucedido a su padre en el negocio tras la separación de los negocios familiares entre los descendientes de los hermanos pioneros. Una rama, encabezada por el ya fallecido Juan , muerto en Castrillón el 1 de enero de 2009 con 90 años, se hizo con la propiedad de la marca "Anís de la Praviana", mientras que sus primos continuaron con la histórica enseña “Anís de la Asturiana”, que sigue fabricándose en la actualidad. Juan Serrano Álvarez también fabricó el brandy “Conde-Duque”, la ginebra “Mogador” y el refresco “Boy”. Estuvo casado con Emilia de Aspe Luzatti, hija de un gobernador militar de Asturias durante la posguerra, y tuvo 8 hijos. Aquellos anisados fueron un gran negocio desde principios del siglo XX. En 1930 Germán Horacio les diseñó un cartel en el que aparece una aldeana sosteniendo una bandeja con una botella y una copa. Tal fue el éxito comercial que familia encargará años más tarde, en 1939, al arquitecto Rodríguez Bustelo levantar un edificio como residencia en la calle Cervantes de Oviedo. A mediados del siglo, tenían adyacente nave y almacén construido por el célebre arquitecto Sánchez del Río. En 1949 la familia se separó en los negocios. En Asturias hubo muchas importantes destilerías: Destilerías Gijonesas fabricaba el “Anís Aldeano” y que como símbolo tenía un hombre tocado con montera picona, una copa en una mano y una guadaña en la otra, junto a un camino; anís “El Principado de Asturias”, de Aurelio G. Fidalgo; Destilería “Los Tres”, de Alberto Prieto, que también fabricaba el jerez quinado “Uzcudun”, el anís “Mimosa”, el brandy “Campoamor” y el ron “Negri”, etcétera. Perdone el lector. He comenzado escribiendo algo sobre las primeras comuniones y sobre mi deseo insatisfecho de montar en tranvía, terminando por la vía de las destilerías asturianas que hicieron época. De haber continuado por esas trochas, ¡sabe Dios por dónde hubiese terminado! A mi entender, saber beber anís también es un rito. Hay que estar al tanto de cómo levantar la copa y estirar el dedo meñique con un priapismo solemne, con un brindis a la respetable clientela que observase silente la escena como si viese torear a Manolete en la Plaza de la Misericordia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario