lunes, 6 de mayo de 2024

Sobre brujas y dicasterios

 


Se cuenta, no sé dónde lo he leído, que durante el Renacimiento vivió en Tarazona Catalina la Milanesa, bruja sobre la que se cuenta que se desplazaba hasta Ágreda volando sobre su escoba en menos de una hora. En 1548 fue juzgada, se le acusó de bruja y hechicera, además de alcahueta pública y ‘ensalmadera’, es decir, celestina y curandera. A Catalina acudió en demanda de ayuda la mujer del Flamenco, un sastre que había abandonado a su familia. La esposa de ese sastre tuvo que pagar cuatro reales y darle a Catalina la sangre de su purgación, los pelos de su cabeza y de sus sobacos. Por catorce reales más garantizó la vuelta a casa de su marido, hecho que se produjo a las 48 horas  siguientes. En un excelente trabajo de fin de grado de Mireia Blázquez Giménez, “La brujería en Aragón durante el siglo XVI”, su autora hace referencia a un colectivo de mujeres generalmente de capas sociales bajas mal vistas y perseguidas por la Inquisición. La Iglesia católica siempre tuvo un gran temor al demonio; pero, curiosamente, en las puertas de muchas catedrales (por ejemplo en la catedral Nueva de Cádiz, en la de Burgos, etcétera) se colocaron tanto en gárgolas como en la parte superior externa de las puertas de entrada a los templos figuras de demonios labradas en piedra. Su misión consistía en salvaguardar todo lo que había en su interior. Pero la brujería fue un fenómeno que solo se documentó en Navarra, País Vasco, y el Pirineo catalán y aragonés; por ejemplo, el caso de las brujas y de Zugarramundi a comienzos del siglo XVI, acontecido tras la llegada a un pueblo del Pirineo navarro desde Francia de María Ximildegui; también en Navarra, donde en 1525 mataron a 12 mujeres acusadas de practicar brujería; o en el caso de la Tía Casca, en Trasmoz (Zaragoza), que fue despeñada por un barranco ya en el siglo XIX. En Aragón se creó la figura de los “saludadores”, que ayudaban a los jueces seglares a ejercer la condena rápida sobre personas que alteraban el orden público, como en el caso de las brujas. También, los ‘saludadores’ solían ejercer de curanderos y algebristas. Otra particularidad que estuvo presente en el territorio de Aragón fue la construcción de “esconjuraderos”, que eran construcciones de piedra a modo de peirones situadas a las afueras de las aldeas donde se realizaban exorcismos. El cura de la aldea acudía allí junto con la bruja o cualquier persona que presentara síntomas de posesión demoníaca y ejercía el exorcismo con la finalidad de terminar con la presencia del demonio en esa persona y evitar catástrofes. En 1483, el todopoderoso cardenal Cisneros nombró a Tomás de Torquemada inquisidor general de los territorios de los reinos de Castilla y de Aragón. Pero en Aragón más tarde esos poderes fueron delegados en Pedro Arbués, que terminó sus días asesinado por ocho hombres frente al altar mayor de la Seo, el 17 de septiembre de 1485. Pero a mi entender, inexplicablemente, aquel sátrapa represor de libertades y sufrimientos fue santificado en 1867 por Pío Nono. A partir de 1506, dos años después de la muerte de Isabel I de Castilla, el entonces viudo Fernando II de Aragón ordenó que en Aragón (en Castilla no pintaba nada) hubiera un único tribunal con dos inquisidores. Su sede se encontraba en el Palacio de la Aljafería, hoy sede de las Cortes de Aragón. Aunque parezca increíble, la Inquisición española se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX. Pervivió porque sirvió a intereses determinados y no siempre del mismo signo. Lo que comenzó como un tribunal político se vinculó más tarde a la Iglesia católica, persiguió a los judeoconversos en sus primeros cincuenta años de vida, luego a los moriscos y protestantes, a brujas y otras desviaciones heréticas, y ya en el siglo XVIII a masones y librepensadores. Todo comenzó cuando en 1478 Sixto IV, en su bula “Exigit sinceras devotionis affectus” concedía a los Reyes Católicos el poder de nombrar dos o tres obispos, o  de ciertos sacerdotes de más de 40 años, para desempeñar el oficio de inquisidores en las diócesis de sus reinos. Se atenían a lo emanado por el Concilio de Trento (1545-1563) que representaba la reacción de la Iglesia católica (representante de la “única religión verdadera”, como señalaba el catecismo de Astete) contra la Reforma protestante. Hoy, aunque  haya desaparecido el ominoso Santo Oficio, existe el “Dicasterio para la doctrina de la fe”, durante mucho tiempo presidido por Joseph Ratzinger y cuyo prefecto es en la actualidad el arzobispo argentino Víctor Manuel  Fernández, alias Tucho, tutor de la fe, la moral y, si me apuran, hasta de los grandes expresos europeos. Ahora los aquelarres y la persecución de brujas no se plasman en cuadros goyescos sino en los insultos en el Hemiciclo de la Cámara Baja y en una seudoprensa fachista y regresiva que recibe canongías y pabordías para que día tras día zahieran a los miembros del Poder Ejecutivo y a todo el que no piensa como ellos, a mayor gloria de ciertos políticos fracasados de la más rancia derechona, esos miserables que tienen como lema de su discurso: “Cuanto peor, mejor” y a los que les “exigit sinceras devotionis affectus”, como en la bula de marras.

 

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