lunes, 13 de mayo de 2024

Tarde de romería

 

 


Cierto es que por aquellas tortuosas callejuelas de Raspín,  pueblo perdido en la Sierra de Gramón, junto al cerro de Aguarris, los pavos, los patos, las gallinas, los pollos y los gallos de corral campaban a sus anchas. Era normal cruzarse entre gallináceas y ánsares sin tener que saludarles como era habitual hacerlo entre los escasos vecinos, casi todos ancianos, que iban quedando. Aquella tarde de romería, a Sole, la hija del hojalatero, le picó un gallo en la pierna y comenzó a dar gritos de dolor. Le había hecho sangre. Se paró la romería y los cofrades miraban hacia el lugar donde sonaban los lamentos por conocer qué había ocurrido y cuál era el motivo de aquella algarabía. A Sole la trasladaron como pudieron hasta la casa de Amelia Colindrón, curandera y algebrista, para que le lavase la pierna con agua oxigenada y le pusiese una gasa y un esparadrapo. El santo quedó en medio de la calle con su peana torcida por el suelo desigual y posada sobre unos palitroques, custodiada por un meapilas de Acción Católica, maestro de profesión y de nombre don Timoteo, que era el sabihondo de aquella aldea casi vaciada, o sea, el tuerto en un pueblo de cegatos.

--Ustedes marchen, marchen, que yo me quedo cuidando  la pena con san Betario.

Aquel santo, san Betario de Canuto, era la viva imagen de Ricardo, apodado El Bombero, que se pasaba la vida ora de cacería furtiva, ora lanzando cohetería a las nubes por disipar posibles granizadas.

--¡Pero hombre, Ricardo, que de llover no está! Deja ya de producir bullas.

--Bueno, por si las moscas...

Tras practicar la cura Amelia Colindrón a Sole, los vecinos se reintegraron a la romería, que prosiguió su senda empinada en dirección a la ermita entre jaculatorias con muchos años de indulgencia coreadas por mujeres, entre  cirios amarillentos y olor a incienso. Los frutales florecían, los lagartos se escondían en los matorrales al paso de la comitiva, los alacranes se ocultaban bajo las piedras de basalto y un chirlo-mirlo posado en una rama de chopo gorjeaba como un barítono uniéndose al festejo. Tras aquel ramillete de ancianos y de algún adolescente que apuntaba maneras de gañán iba Adela Alentisque acarreando con lentitud un carrito de mano con pirulís, caramelos, cromos de “El Coyote”, pipas de girasol, mixtos “Garibaldi”, cohetes voladores, pitos y flautas. En un momento dado, el cortejo paró. Se hizo un receso para reponer fuerzas con bocadillos, echar un trago de los botijos y poder descargar la vejiga de la orina si era menester, que siempre era menester dada la edad de aquellos octogenarios y su incontinencia  por problemas prostáticos. Las mujeres, que eran de mejor aguantar, charlaban y daban risotadas en corrillos. Adela Alentisque, cuando consiguió alcanzarlos, aparcó su carricoche en un sombrajo junto al santico y se sentó derrengada para descansar. Ya se veía la ermita encalada, pero quedaba todavía a bastante distancia de donde ellos se encontraban. Una de aquellas mujerucas, vestida de hábito morado de carmelita con cordón amarillo, propuso cantar eso de vamos a contar mentiras: “Por el mar corre la liebre, por el monte las sardinas, tralará”, etcétera. Mientras, uno de los pocos niños presentes no tuvo mejor idea que trepar a un ciruelo. Al bajar del árbol se hincó una afilada astilla de madera muy cerca del escroto. Amelia Colindrón, la curandera, tras hacerle un somero reconocimiento in situ, le llevó hasta un arroyo cercano para limpiarle la herida y poder sacarle la esquirla. El niño lloraba sin consuelo por el dolor. Los cofrades levantaron la peana y todos los presentes, también el cura revestido con roquete y estola, y dos o tres monaguillos de rojo y blanco que portaban el agua bendita, el hisopo y el incensario, continuaron camino de la ermita a mejor gloria de san Betario de Canuto (hoy Chartres), de biografía dudosa.

 

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