viernes, 24 de mayo de 2024

Concurso literario

 


Me enteré de que una asociación  de mujeres del barrio de no sé dónde publicaba en la prensa local las bases de un concurso literario de tema libre y premiado con un diploma de honor. Sin pensarlo dos veces recorté las bases de aquel concurso y me enteré de que los trabajos tenían que ir con plica, máximo de tres folios, a dos espacios, con el tipo de letra “Arial” del número 12 y enviar tres copias. También constaba la última fecha de entrega y quiénes compondrían la mesa del jurado, o sea, poetas y escritores del distrito de reconocido prestigio. Pensé en un tema que pudiese interesar y que fuese de fácil lectura. Al final, opté por enviar un trabajo de los muchos que tenía escritos y que ya había enviado a otros concursos nacionales, sin éxito. Lo copié en el ordenador y tuve que adaptarlo a las exigencias que figuraban en las bases. Me di cuenta de que a aquel relato mío debería quitarle por lo menos dos folios. Pero eso no era posible ya que al ser recortado perdía toda su fuerza inventiva y descabalaba el argumento. Me quedé pensativo sin saber por dónde “meterle mano”. Estuve varios días indeciso y, finalmente, opté por hacerle los recortes necesarios. Era la historia de dos hombres que ocupaban una casi derruida casa-cuartel de la Guardia Civil en un pueblo de pocos habitantes. Se ganaban la vida, si a eso se le podía llamar vida, buscando y vendiendo caracoles por los ribazos. Aquellos dos hombres habían estado luchando en distintas trincheras y en dos bandos distintos durante la Guerra Civil. Uno, de nombre Juan Fariña, en el frente de Guadarrama como soldado raso; el otro, Mateo Rubial, en Gandesa, como sargento de Artillería. Pero ambos jamás hablaban de la guerra y ni de los infortunios que tuvieron que pasar viendo morir a compañeros. La verdad es que casi no había comunicación entre ellos. Recordé a Milan Kundera y su novela “La insoportable levedad del ser” y la persecución incansable de una libertad que les resultaba esquiva en aquel ambiente, con un régimen autoritario, los recelos constantes de los habitantes de la aldea y la absoluta falta de empatía de los lugareños hacia ellos. Envié el trabajo y esperé paciente a que se abriesen las plicas. Llegó el día de su apertura y descubrí que solo se había enviado un relato al concurso, el mío. Al final, aquel jurado decidió dejar el primer premio desierto y concederme un accésit. Y así constaba en el diploma enmarcado que conservo y que tengo colgado en la pared del cuarto de estar sobre una obsoleta máquina de coser “Singer” y cerca de un retrato con un paisaje del lago de Sanabria.

 

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