lunes, 27 de mayo de 2024

Ramita de romero

 


 

Aquellos días, Macrobio Petisme estaba enfrascado de lleno en la lectura de “Vibraciones de mi alma”, ayudaba en en la catequesis los domingos por la tarde y rotulaba con su fina caligrafía cajas de bragas, sujetadores y calzoncillos de la mercería de Marcianita. Además de todo ello, encajaba con habilidad cursis ramitas de romero en la solapa de su americana de pana color maleta. Macrobio Petisme era promiscuo. Cuando salía de la iglesia con las bendiciones puestas, pronto tornaba a las andadas, tomaba fuelle y volvía por sus fueros para volverse a ensuciar a sabiendas de que el error es un manantial de constante zozobra y de que los enemigos del alma son tres, el demonio, el mundo y la carne, por este orden. Macrobio Petisme era un intelectual de secano. Tomó conciencia de que la inopia conllevaba pareja el mejor motivo de medro para los ambiciosos en este mundo de abrojos, sabedor de que cuanto menos se conoce, más se cree; y de que cuanto menos se comprende, más se admira. El cura, mosén Servideo, también se percató de ello desde que lo aprendiese en el seminario diocesano. Pero la calle era la verdadera casa de todos. También, la del cartagenero Pedro Beltrán, más listo que Lepe, guionista, poeta, practicante y tertuliano del Café Gijón, que siempre caminó a su bola. El actor Gabino Diego lo encontró muerto en la habitación de su pensión madrileña, acuciado por las necesidades económicas, cuando sólo le faltaba un mes para cumplir los ochenta años. Fue el guionista de la película “Calabuch”, rodada en Peñíscola. Ambos se habían conocido veinte años antes, durante el rodaje de “Viaje a ninguna parte”. Su lema era "medio culo en la calle y otro medio en la biblioteca, pero las dos cosas al mismo tiempo". Pedro Beltrán, de niño, durante la República, como no había Reyes Magos ni reyes de la tribu de Borbón, escribió una carta a Manuel Azaña en la que le pedía un capote de toreo. Nunca lo recibió. Quizás aquella carta nunca fue echada al buzón de las ilusiones infantiles. Pedro Beltrán siempre fue un bohemio incapaz de prestar vasallaje, al contrario de lo que le sucede al pícaro, que vive buscando un amo a quien servir. Pero el pabilo de la vela de todo bohemio se apaga lentamente cuando entra en la vejez sin darse cuenta, deja de asistir a fiestas mundanas y solo desea que no amanezca, para no levantarte de la cama. Llega un día en el que encajar con habilidad cursis ramitas de romero en la solapa, como hacía Macrobio Petisme, solo sirve para mirarte en el espejo colonial de una habitación en la triste casa de pupilaje donde te atrincheras esperando sentir en la nuca un raro ventolín, el aliento de la Dama del Dalle afilado, esa comadre macilenta que lo sabe todo sobre nosotros y que jamás olvida una cita.

 

 

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