Un conocido mío no muy ilustrado, pese a que se empapa de
noticias con el papelín de su provincia en la tasca de su aldea, cada vez que
hace referencia a la política y a los políticos dice tajante: “Habría que ‘afusilarlos’ a todos”.Después se echa al coleto un sorbo de vino tinto
peleón y sale silbando de la taberna camino de una era, donde se sienta un rato
en un murete para contemplar las estrellas hasta que el sueño le descalifica.
Se llama Godofredo Hijazo, aunque
todos los vecinos de la aldea le conocen como Malacrisma. Alguna vez me he topado con él en El Tubo, en Zaragoza,
hemos tomado un vermú en Bodegas Dalmau
y charlado con un cierto sosiego siempre, claro está, que yo intentase no tocar
ciertos temas que a él le desesperan. Malacrisma, cuando viene por Zaragoza
siempre es por estar invitado a alguna boda. Y cuando sale del restaurante, se
pone el mondadientes entre los labios y ya no se lo quita hasta que toma un
correo de regreso. Este tipo me recuerda a Miguel
Tellado, diputado del PP y sus desafortunadas declaraciones de hoy jueves a
Antena 3. Contaba que “el Gobierno
tiene medios para controlar las fronteras, que no está utilizando, así como las
zonas marítimas por la Armada, en evitación de la llegada a España de migrantes
ilegales, y que su obligación consiste en impedir la salida de cayucos de sus
puertos de origen”. Ayer, Alberto Núñez
Feijóo señalaba en Cascais la necesidad de implicar a la Unión Europea en
la protección de la frontera sur dada la ‘incompetencia
manifiesta’ y la ‘dejación de
funciones’ del Gobierno de Pedro
Sánchez y su Ministerio de Asuntos
Exteriores”. Patxi López ha
respondido indignado a las declaraciones de Núñez Feijóo: “Lo siguiente será bombardear cayucosparaque no lleguen a las costas
españolas”. La España que desea el PP es la de llegada de turistas en masa
a hoteles de 5 estrellas que gasten mucho y molesten poco, que equivale a lo
que decía una anciana pasiega: “Indiano allá,
dinero acá”. A finales del siglo XIX y principios de XX aumentó la
migración española a países americanos de habla hispana, muchas veces
reclamados por familiares establecidos en esos lugares con negocios propios.
Pero todos los emigrantes no tuvieron la misma fortuna y no encontraron en
América mejor destino que la pobreza que a muchos les hizo regresar. Los que sí
hicieron fortuna regresaron pasado el tiempo y construyeron en su “tierruca”
casas señoriales rodeadas de jardines y palmeras, e incluso subvencionaron
obras sociales de forma filantrópica. Lo de ahora es distinto. Los migrantes
llegan, si no se ahogan en el mar, huyendo de sus países con una mano delante y
otra detrás, y aceptan trabajos penosos que no desea hacer ningún español.
Hasta en la España Medieval
convivieron musulmanes, judíos y cristianos sin que hubiese un sentimiento
xenófobo entre sus respectivos grupos. Digo más, bajo el Califato de Córdoba y las taifas
los judíos alcanzaron sus momentos más esplendorosos. El caso de astures,
cántabros y vascos fue distinto. Ni con el Imperio romano ni con los visigodos
llegaron a integrarse. Permanecieron confinados en sus montañas y mal
comunicados con la Asturias Augustana
(León y Zamora) conservando su independencia y sus costumbres a cambio de no
levantarse contra Roma. Pero con la decadencia imperial recobraron su espíritu
guerrero, saqueando las regiones vecinas cuando sus cosechas eran
insuficientes. Esa situación duró trescientos años hasta que dejaron de
hostigar a la monarquía visigoda. No cabe duda que el Camino de Santiago, a partir del siglo XI, favoreció el
asentamiento y crecimiento de nuevas poblaciones, también los intercambios
culturales y económicos. La verdadera decadencia de España comenzó con la obligada
diáspora sefardí, que siempre tuvo nostalgia de la patria perdida. Algunos
judíos todavía conservan la llave de la casa de sus antepasados de Toledo.
Aquel maltrato, donde se incluía confiscación de bienes y torturas
inquisitoriales, nunca fue merecido. En la Corona
de Aragón el tribunal inquisitorial venía funcionando desde sus mismos
inicios como consecuencia de la difusión de la herejía cátara. El Concilio de Tarragona y el edicto real
de Jaime I de 1233, dado a petición
del papa Gregorio IX sentaron las
bases de la Inquisición en la Corona de
Aragón. Y los Reyes Católicos,
en 1492, les dieron la puntilla.
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