Ayer, al aterrizar el avión en el aeropuerto de Zaragoza
donde llegaba mi hija Edurne desde Marrakech, descubrió que por estos pagos hace el
mismo calor, por no decir que más, que en esa ciudad marroquí. El valle del Ebro
es lo que tiene. Pero uno se acostumbra a todo. Lo que pasa es que hay algunas
personas, entre las que yo me incluyo, que se resisten a llevar camisas de
manga corta por no considerarlas elegantes, de la misma manera que aborrezco
los zapatos de color crema, los pantalones sin pinzas y los calcetines que no
sean negros. O sea, ir con bermudas, camisa por fuera del pantalón y chanclas
de esas que cuando caminas pareciese que aplaudieras, es algo que no va acorde con
mi personalidad. No digamos nada si le pones la guinda a tal ridículo pastel con el toque
de una chupalla de paja de hortelano
y un bolso en bandolera modelo “sarasa de
la Rambla de las Flores”. Me vienen a la cabeza los pedestres del Camino de Santiago que hacen la ruta
portuguesa cuando en un momento dado, al llegara O Gorgullón, al sur del barrio
mochilero de Pontevedra, se topan con un gran mural en la pared de una casa. Se
trata del “hombre del sombrero”, o
sea, de Tito Lores, que ya se ha
hecho tan famoso, al menos en Galicia, como el anuncio de “Tío Pepe” en la Puerta del Sol , el jinete del alicatado anuncio de “Nitrato de Chile” en las carreteras secundarias, o ese chabacano sombrero de paja que utiliza la infanta Elena cuando compaña a los
toros a su padre. Ese mural, el del portugués Daniel Eime, es uno más de los otros nueve que se encuentran a lo
largo de las 13 etapas del camino entre Oporto y Santiago de Compostela, en un recorrido
de 276 kilómetros de esa ruta jacobea. Tito Lores podrá ponerse lo que le venga en gana, pero yo soy un clásico de tomo y lomo de los que opinan que las playas sirven para llevar el transistor, jugar a la pala y dar por el saco a los vecinos de toalla. Pues mire, no; para escuchar el murmullo marino prefiero comprarme una caracola.
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