domingo, 7 de julio de 2024

Con servicio de ambigú

A doña Eustaquia, la dueña del Café Suspiros, se le iba la mano con la achicoria molida y la crema de malte ‘Buena salud’ en la barra. El servicio de mesas se retiraba a un lado los domingos en la anochecida para poder hacer cabrioleo con la orquesta Los Pilatus, de mucha animación. “Señoritas y hombres casados gratis, solteros diez duros, consumición aparte”, avisaba un gordinflón con aspecto de odre en la puerta. Y añadía: “El que avisa no es traidor”. El Café Suspiros disponía de un selecto servicio de ambigú asistido por muchachas muy disciplinadas. Doña Eustaquia, que disponía de reclinatorio en propiedad en la parroquia junto al púlpito, sólo admitía en sus dependencias a muchachas sujetadas en corto en sus inclinaciones más primarias. “Esta es una casa formal, de importante reputación”, les sentenciaba siempre doña Eustaquia, matrona rubia, alta, oronda y de porte teutón. También servía mesas si era menester y controlaba la caja registradora. A doña Eustaquia no se le caían los anillos ni se le abatían las medias brunas de cristal si costura. Las llevaba muy atajadas mediante ligas a unos perniles albos y duros como peladillas de bautizo, como aquellas golosinas que proyectaba al aire el padrino para que las recogieran los mocosos pezolagas, que las atrapaban al aire los días de sacramento. Ese día los escolares hacían novillos en la escuela para procurar hacerse con una lluvia de cotufas y de perras gordas y de perras chicas. Más tarde se las cambiaban a sus compañeros de pupitre por cromos del  ‘El Coyote’, que era lo que se estilaba, lo que entonces estaba de moda aunque nunca lloviese a gusto de todos. Aquel café también disponía de servicio de restaurante, separado del bar por unos biombos de madera decorados con resguardos y cupones de acciones de la Compañía Metalúrgica ‘Los Guindos’, de Linares, que fundía plomo, también plata, y donde en los resguardos aparecía un dibujo con una alta chimenea y un horno de fusión. Los jueves servían cocido completo de tres vuelcos: el primero, la sopa de fideos; el segundo, las verduras con las patatas y los garbanzos; y el tercero, las carnes y la bola, que es el resultado de batir dos huevos, con el añadido de pan duro en trocitos, ajo y perejil bien picados y tocino también picado. Con esos ingredientes se cuajaba la bola como si fuese una tortilla y que más tarde se mojaba con el caldo poniendo un buen cucharón en la sartén hasta dejar evaporarlo. El cocido parece que hasta la expulsión de los judíos en 1492 se preparaba la víspera del shabbat, día que no estaba permitido guisar (Talmud, capítulo 7, mishná 2) y que por ese motivo el guiso comenzaba la tarde del viernes, al ponerse el sol, para terminar en la amanecida del sábado, con lo que se resolvía el problema de trabajar ese día. Se hacía siempre en olla de barro. Ya entonces se practicaban los tres vuelcos. Se servía, excepto la sopa,  en una bandeja grande que se colocaba en el centro de la mesa. No es necesario aclarar que se excluía en aquel puchero la carne de cerdo y la morcilla. Decía Unamuno que allí donde se halla un cocido está mi patria. Doña Eustaquia se tomaba de vez en cuando una copita de ojén por refrescar la garganta mientras miraba silente a la distinguida clientela con un brillo manso en sus ojos. Doña Eustaquia era una señora de bandera, de encendidas pasiones y refinados gustos. Usaba de afeites para afinar la piel, ungüento de sésamo perfumado con iris, mezclado con intestinos de abubilla para que su cabello fuese más negro y más rizado, y tensaba la piel de su rostro con finas arcillas. Doña Eustaquia siempre desayunaba de tenedor.

 

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