lunes, 8 de julio de 2024

Espuelas de cinco muelas

 

 

Cada vez que Jeremías Maroto Bordalba, alias Golondrino, leía una de aquellas sobadas novelas del lejano Oeste se venía arriba de forma solemne, sacaba de una de sus faltriqueras un cigarro algo torcido, de esos valencianos que llaman caliqueños, se lo colocaba entre los dientes y mientras se miraba al espejo con barba de dos días parsimoniosamente raspaba una cerilla en la suela de su bota campera con espuela de cinco muelas que Golondrino abrillantaba con sidol. Las botas camperas repujadas que se fabricaban en Valverde del Camino, en la provincia de Huelva, sólo podía adquirirlas Golondrino en una tienda ubicada en El Tubo, en Zaragoza,  junto a la peluquería  Salón  Fonseca, muy cerca del café-cantante El Plata. Cuando Golondrino iba a Zaragoza en el ómnibus Arcos, cuya locomotora arrastraba traqueteantes y destartalados vagones de madera con balconcillo, aprovechaba para acercarse hasta El Tubo y dotarse de sebo de caballo para aplicar a la piel de su calzado. De paso, Longinos, el barbero del Salón Fonseca, le arreglaba las patillas y le practicaba un esculpido a navaja. Por la tarde caminaba despacio hasta la Estación de Campo Sepulcro dispuesto a tomar el tren de regreso a Ariza. Pero, aprovechando sus viajes a Zaragoza y después de haber llenado la andorga con una contundente comida de cuchara en Casa Emilio, Golondrino tenía por costumbre hacer una pausa en el bar Marisi. Servía la barra una mujer entrada en años y en carnes que a Golondrino le ponía cachondo. Pedía siempre un whiskey  Jack Daniels’. Pero no se despachaba la marca que le gustaba saborear y debía conformarse con un infame escocés ‘Langs Supreme’, que le traía a Marisi una conocida de escalera cuando se acercaba a Andorra en viaje de ida y vuelta y lograba sortear a los aduaneros con esos resabios que solo conoce aquel que en tiempos de hambruna se dedicó al estraperlo y va de vuelta en esta vida de abrojos. Mientras se lo servía, de camino hacia el excusado, Golondrino dejaba caer una moneda en la ranura de una sinfonola para escuchar a Manzanita con su “Verde, que te quiero verde”. Marisi le pedía que le invitase a una consumición. Era su trabajo. Si Golondrino aceptaba, que siempre aceptaba, aquella mujerona pícnica y con ojeras como la Lirio descorchaba un ‘benjamín’ y le daba conversación hasta casi la hora del tren contándole historias de poco fundamento.

 

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