Que uno,
escucha, se me antoja que ha de ser imparcial
y no sentir predilección por
ninguno de los participantes en la
carrera, que el sol sale para todos,
para los cristianos viejos, para los conversos y para los inicuos, que
aquí nadie escapa incluidos nosotros dos, de
escuchar cómo rascan las tripas y cómo parece que las afilasen con arco
de violín, y todo por la puñetera gazuza terca y traicionera. Es de fácil
comprensión, Perico, amigo mío, que los siete corredores aquí presentes, que
son como los Siete Niños de Écija, o los Siete Pecados Capitales, o los Siete
Veces Siete Sietemesinos Castrados que forman un coro de almas en pena en la
fila de una redención que no llega jamás, no compiten por mor de la afición, ni
por el vicio impenitente de destacar,
que lo intentan, supongo, y supongo bien,
por cumplir con el aseo de acercar a casa algo que yantar sin tener que
ser tomado en corral ajeno para dar cumplida cuenta a una necesidad acuciante,
como recalca el mosén que manda Dios Nuestro Señor, que todo lo ve.
¿No observas la cara de suela de alpargata que asoman? Pareja al retrato que nos pintaría Goya a nosotros dos, a los que nos clarea la hambruna de tanta salsa de san Bernardo y de la perenne bula de carne; así, de cuerpo entero y quedando bonitos para la posteridad, que hoy sería menester que nos mirase el foráneo que come caliente la sopa de convento dos veces si quisiéramos por él ser saludados; tan enflaquecidos, Perico, amigo mío, como cuentan de la magrura del caballo de don Quijote, al que se le podía contar naipe, o como apunta maneras don Gerásimo Monfort, el maestro de escuela, al que se le sale del cuello el corbatín, o como rumbea la acecinada espina de santa Lucía, o como cimbrea la galana y sutil hoja de culantrillo. Estarás conmigo en que apretar a correr a revienta cinchas y dejar atrás los cierzos a campo traviesa es la solución acertada en estos casos para los aspirantes a la máxima recompensa. Me dirás, compañero, que el ganador no lo será tanto como para bañarse en agua de rosas, pero sepas que sí se sentirá capaz de tirar lanzas a tablado en sus particulares saturnales. Tres pollos de corral, o aunque fueren un trío de gallipavas, o de pintadas, guisados al estilo de Ángel Muro, puede constituir auténtico placer de dioses. Nada comparable a las cordillas que guisa la tabernera del bar Dorita, ese bodegoncillo de puntapié, ni a las chanfainas de bofes y livianos picados, que tanto gustan a los del lugar pero que para mí, y eso no se lo cuentes a nadie porque me pueden lanzar corito al abrevadero, son simples piltrafas y sólo pitanza de gatos.
En la explanada, denominada Plaza de José Antonio, espera un rabo de vecinos la llegada de las fuerzas vivas, que ya asoman por la Calle Mayor: el alcalde, los concejales, el secretario, el juez de paz, el señor Rosario, el médico, el jefe de la Estación, el párroco, dos monaguillos con la cruz procesional y un incensario, los cofrades con la peana de santa Bárbara, unas beatas con escapulario y propensión a la falta de aseo, Mingorance, el alguacil, portando el palo vertical con los seis pollos de corral atados en el extremo superior, Ricario, que lanza los cohetes, la banda de música, la chiquillería con los pitos y las flautas, la pareja de la Guardia Civil, y el tonto de solemnidad, que intenta poner orden. Un cohete, encendido con la punta de un cigarro farias, se desvía en posición horizontal y explosiona en el lateral de una casa, justo en el sombrero de un caballista que anuncia Nitrato de Chile. El vecindario se ríe y don Gerásimo Monfort reprende al pirotécnico Ricario su falta de tino.
El panadero, que se ha hecho rico fabricando los insuperables bizcochos de Calatayud, estrena vespa con sidecar y le aplica los últimos toques de limpieza ante la concurrida clientela. Luego arranca suavemente portando de paquete a su mujer, que lleva todo el oro alemán puesto. Las fuerzas vivas se acercan ya a la altura de la fuente de cuatro caños, inaugurada dos años antes por Pardo de Santayana, eterno Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento, al que acompañaba un tal Molinero, entonces alcalde de Ateca y procurador en Cortes. El panadero, que además de los sabrosos bizcochos de Calatayud produce en su obrador unos exquisitos polvorones y unas mantecadas de Astorga, que envía a diario a Astorga para su distribución y consumo, y unos sobaos pasiegos que sirven en el santanderino Sonderkláss de Puerto Chico, toma cerrada la curva de la calle Calvo Sotelo, semiesquina a Estudiante Caído, derrapa, y ambos cónyuges sufren un serio episodio traumático.
Los siete corredores pedestres siguen en paños menores esperando acontecimientos, cobijados en un chamizo que alberga aperos de labranza. La banda suena más próxima y un segundo cohete retumba en un cielo brumoso. Todo está a punto para dar comienzo.
Minutos más tarde las fuerzas vivas se han colocado sobre unos remolques de tractor adornados con banderas españolas, la banda ha cesado de tocar y el médico se ha ausentado para poner unas vendas y unos esparadrapos en la cabeza del panadero. Su esposa ha resultado ilesa, aunque se ha pringado de barro. El cura acaba de bendecir a los pollos que porta el alguacil y los corredores están en fila y a la espera de recibir instrucciones. Son siete, como los Siete Magníficos: Luis Arceniega Galero, alias Churrín, 32 años, churrero de profesión, natural de Valtorres, soltero, y con la madre enferma de caquexia. A lomos de una bicicleta vende porras y churros que siempre llegan fríos por los pueblos cercanos a Calatayud; Isidro Peirón Arbolán, alias Botafogo, bilbilitano, 30 años, caracolero, casado y sin descendencia. Al igual que Churrín, durante los meses de verano vende mantecado helado, revestido de chaquetilla blanca por los pueblos cercanos, al grito de “helado rico”; José Arnedo Pechora, alias Espartaco, de Munébrega, 27 años, dos hijos y en lista de espera para el tercero, que dice llegará para santa Águeda, o sea, cuando su mujer salga de cuentas. En Calatayud es muy conocido por ser hábil recortador de vaquillas en las fiestas de san Roque. En cierta ocasión, para la Feria, Curro Romero le brindó un toro “colorao” y ojo de perdiz que dio buen juego; Cástulo Pomed Gonzalvo, alias Senegal, 29 años, ayudante de cocinero en el Restaurante Goya, de Ateca. Casado y con dos hijos. Es moreno hasta la grosería y entiende mucho de setas que busca afanosamente en la Sierra de Pardos en los lluviosos días de comienzos del otoño; José Jiménez Jiménez, alias Chumino, gitano gótico, sin domicilio fijo, temporero en el campo, cuatro hijos y a punto de recibir al quinto, que no hay quinto malo, dice que para el Domingo de Ramos, que ya es precisar, si se tiene en cuenta que Chumino no tiene ni idea de cuando cae la Semana Santa, si en marzo o en abril, que ello depende de la primera luna llena tras el equinoccio de primavera. En la actualidad trabaja para la hacienda del señor Rosario, terrateniente y mantenedor de las carreras de pollos de santa Bárbara, quien se hace cargo de financiar la cohetería y de aportar desinteresadamente dos hermosos ejemplares de gallo capón de corral enviados a portes debidos desde Villalba, en la Provincia de Lugo. A cambio de ello, el señor Rosario tiene reclinatorio en lugar preferente y al lado del Evangelio en la parroquia, además de tener derecho a que se diga una misa semanal en su beneficio exenta de pago; Julio Bonet Negre, alias Polaco, natural de Sant Boi, afincado en Terrer y dedicado, como Chumino, al cuidado de las tierras del señor Rosario. Arrimado a Carme Rius i Buñols, ya ha recibido varios avisos del cura para que legalicen su pecaminosa situación de amancebamiento, pero Polaco siempre le dice la misma cantinela, o sea, que en este país no se admite el divorcio, y que él es un hombre casado con otra mujer, y que ella es una mujer casada con otro hombre; y, por último, Pedro Terrón Mier, alias Alí, guardacoches del Restaurante Roma, 17 años, soltero, y que tiene un montón de hermanos. Viven con sus padres en una casilla de peón-caminero en la N-II.
Durante el largo maratón, Churrín se raja por un flato, se sienta y apoya su espalda en la tapia del cementerio. Comienza a llover. Un poco más tarde, Botafogo se disloca un tobillo en la misma curva en la que minutos antes había volcado el panadero, cuando está siendo muy vitoreado por la afición. Se echa a llorar. Las autoridades se bajan de los remolques y se instalan apretados en el guariche donde antes estuviesen los corredores y la peana del santo, y algunos cofrades penetran en casas particulares, la música desaparece y el vecindario atora el bar Dorita. Por la plaza de José Antonio pasa cansado y en su quinta vuelta Espartaco, seguido de Senegal. A dos minutos de diferencia pasa Chumino y a medio minuto de éste entra Polaco. Alí, siete minutos más tarde, entra andando. Se acaba de desinflar y abandona. La lluvia arrecia. Se está haciendo de noche. La batalla está entre los cuatro. Hace mucho frío. Sólo falta una sexta vuelta al pueblo. La niebla se espesa. Ricario sale y lanza otro cohete volador pero ningún vecino regresa para ver el final de la carrera. Las autoridades también se cansan. Se marcha cada uno por un lado. En el centro de la plaza queda Mingorance con el poste y los pollos colgados, que ya parecen estar congelados. Entra primero a la meta Espartaco. Minuto y medio más tarde lo hace Polaco. Esperan junto al alguacil la llegada de los otros dos. Al cabo de cinco minutos aparece Chumino. Senegal llega andando casi un cuarto de hora más tarde. Mingorance corta la cuerda y entrega los trofeos a los ganadores. Éstos desaparecen entre la niebla ya vestidos y abrigados. Mingorance penetra en el cuchitril abandonado por las autoridades, saca una pluma estilográfica y comienza a levantar acta en un bloc de papel cuadriculado. Primero Espartaco: tres pollos; la tinta azul de su pluma comienza a escribir de color rojo; segundo, Polaco: dos pollos; tercero, Chumino, un pollo... En ese preciso instante, como antes profetizara Antonio Fernández Molina en “Sombras chinescas”, la tinta deja de salir y la pluma se queda exangüe.
Senegal se pone a caminar hacia Ateca por la N-II ligero de equipaje en medio de un diluvio que no cesa. En el pueblo el silencio sólo es roto por el lejano sonido de unas destartaladas mercancías que porta carros de combate y soldados de maniobras como si fuesen ovejas.
Ya lo plasmó Cela en “Garito de hospicianos”: “Pelear contra el hambre con el hambre es algo bastante parecido a querer matar toros embistiendo”.
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