viernes, 2 de agosto de 2024

Babia, tierra de perfumistas

 


Todo comenzó en 1899, cuando tres primos hermanos procedentes de Laciana y Babia (donde se habla el patsuezu, una de las cuatro variedades del asturleonés) decidieron fundar la sociedad “H. Álvarez Gómez S.A.” de comercio detallista de perfumería en el centro de Madrid. Eligieron un león rampante como identidad para una marca que ubicaron en el barrio más céntrico de la capital, primero en la calle Peligros y más tarde en los sótanos del número 2 de la calle Sevilla, donde se trasladaron en 1905. En su trastienda empezó a celebrarse una tertulia en el que se mezclaban los aromas de la perfumería con el del tabaco y el del café. Y en 1912 uno de los asistentes, un viajante, aportó una fórmula de agua de colonia de origen europeo, cuyos componentes esenciales (limón, bergamota, romero, geranio, etcétera) podían conseguirse de mejor calidad en suelo español. Los fundadores acostumbrados desde niños a los olores puros del campo, de las flores y las plantas, decidieron que su colonia tenía que ser así: limpia, refrescante y pura. Aquellos tres primos eran Herminio Álvarez Gómez, Emilio Vuelta Gómez y Belarmino Gómez, creadores del agua de colonia concentrada que vendían a granel. Su éxito fue espectacular. Llegaron a vender 30.000 frascos de colonia en frascos de diseño Art Déco al comienzo de la guerra civil. Su secreto: esencia, compuesta a base de limón de Levante, lavanda mediterránea, eucalipto, espliego, romero y bergamota, entre otros aceites esenciales. Ahora, trasladados a la fábrica madrileña de Tres Cantos (La fragua, 22) fabrican también diversos geles, jabones, emulsiones, desodorantes, sales de baño, una colonia para niños, una gama de balneario y una línea de productos para el cuidado del hombre. Curiosamente, en el capítulo XIX (“Tierra de perfumistas”) de “Nuevo viaje de España. La ruta de los foramontanos” (Editorial Prensa Española, Madrid, 1959) Víctor de la Serna hace referencia a aquellos emprendedores procedentes de  alguno de los 22 pueblos que componen el valle de Babia; según describe De la Serna, “limpios y blanqueados como cortijos andaluces y con el techo de pizarra. Las praderías de heno, los rosales silvestres, las maravillosas flores ‘de rocalla’ (las que salen en las quiebras de las rocas o entre las leras, al borde de los ríos, o en las grietas de los viejos muros de las casonas), son  un producto más del despotismo ilustrado al que estos valles altos de León han preferido someterse antes que someterse a otros despotismos. Estas cosas explican  -como siempre la Naturaleza explica con su elocuencia maternal y callada-  que la clase dirigente de Babia, muy ilustrada, muy culta, haya emigrado a una clase de trabajo y a una clase de comercio verdaderamente explicable. Y poético. Al comercio y la industria del perfume”. Después, Víctor de la Serna hace un elogio de una de las “mejores aguas de colonia del mundo” en referencia a la madrileña colonia concentrada  Álvarez-Gómez”; y que, aunque no la nombra expresamente el hijo de Concha Espina, todos entendemos a cuál se refiere. Conservo una foto donde aparecen  De la Serna y mi abuelo materno, entre otros, en el Paseo de Pereda, acompañando el traslado de los restos de Marcelino Menéndez Pelayo y de sus padres (coincidiendo con el centenario de su nacimiento) desde Ciriego hasta la Catedral de Santander para ser depositados en el brazo izquierdo del crucero, el 26 de agosto de 1956. Victorio Macho (también presente en aquella foto) fue el autor del sepulcro definitivo. Dispuso una figura yacente de piedra vestido con sayal de fraile (como su cadáver amortajado), y con la cabeza reposada sobre dos grandes infolios, con el brazo derecho desfallecido  y el izquierdo sosteniendo  sobre el pecho un libro y una cruz. Al pie del sepulcro, la siguiente leyenda: “¡Qué lástima tener que morir cuando me quedaba tanto por leer!”.

 

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