lunes, 19 de agosto de 2024

Entre tontos y campanarios

 

Todo en esta vida debe llevarse a cabo en su justa medida. Hubo un tiempo, me refiero a la dilatada dictadura franquista, donde se decía que existían excesivas leyes, aunque la mayoría de ellas quedaban atemperadas por el incumplimiento de las normas. Tanto nos acostumbramos los españoles al ‘hábito de obediencia’ que llegó a existir un mínimo interés en someterse voluntariamente a las mismas. Alberto Gil Ibáñez (escritor y ensayista), en su post  “¿Existe en España una cultura de incumplir la ley?” (‘Hay derecho’, 18/112/2012) señalaba lo siguiente: “Todos sabemos que una de las consecuencias del paso del franquismo a la democracia fue la elevación del número de policías e inspectores de hacienda y de otro tipo (el sector público se ha multiplicado por tres). Tal vez el problema fue que a una sociedad acostumbrada a operar por miedo, eliminado éste, sólo le quedaba la cultura de respeto a las normas, y ésta no existía por más que las nuevas normas fueran más justas que las anteriores. (…) Una de las características que diferenciarían a un país del tercer mundo (sobre todo los países fallidos) con los del primer mundo es la cultura del respeto a las normas”. No pasa día sin que los periódicos informen al lector sobre qué está prohibido llevar dentro del coche, o qué armas blancas no podemos tener dentro de casa o portar por la calle, y las tremendas multas que ello conlleva en caso de incumplimiento. No cabe duda de que hay una serie de armas que para poder tenerlas en el domicilio se necesita disponer de una autorización especial de coleccionista y registrarlas en un libro específico. Y se pone a modo de ejemplo bastones-estoque, xiriquetes, puñales e 10 centímetros y hojas de doble filo, tirachinas, navajas de mariposa, pistolas detonadoras, armas de fuego camufladas en paraguas, etcétera. Ustedes imaginen que han comprado un cuchillo jamonero en una tienda o una espada en un viaje a Toledo. Según la normativa, deberemos transportarlos hasta casa en su embalaje original y contar con los justificantes de compra. Pero quienes hicieron la noma no cayeron en la cuenta de que hasta un destornillador, unas tijeras, un abrecartas o un pisapapeles pueden ser armas ofensivas. Por eso decía al principio de mi exposición que todo debe hacerse en su justa medida, incluso las leyes. Un coche mata, y un frasco de lejía, y la toma en exceso de pastillas recetadas, y caerse por la escalera, y beber absenta, y un polvorón si te atragantas, y.., y… Los legisladores deberían saber que no se le puede poner puertas al campo y que el sentido común siempre rige como supletorios ante la carencia de normas, considerando que la supletoriedad es una figura jurídica que implica la acción de suplir una deficiencia o mala regulación de una ley de carácter general con otra de carácter específico, en la que se encuentre regulada la institución o figura a suplir; en este contexto deben existir dos leyes: la ley a suplir y la ley supletoria, de la misma manera que la costumbre es una fuente subsidiaria del Derecho que adquiere fuerza de ley. Es el Derecho consuetudinario. Toda la vida de Dios han existido en las casas de agricultores hoces, cuchillos, guadañas, horcas, azadas, picos, palas y martillos; y en los pisos donde vivió un militar en la reserva, su familia conserva el sable del “abuelo Cebolleta” colgado en la pared del pasillo junto a  una medalla que le concedieron por su valor en el frente de Gandesa. ¿Habrá ahora que pedir autorización expresa para conservarlo?  Los legisladores son tan exquisitos mirándose el ombligo, tan responsables amodorrados en el escaño, tan cuidadosos a la hora de votar al dictado del líder, tan…, tan, que se están volviendo campanas de estación avisando de la salida del correo a Valladolid. Pero no pasa nada. Todo pueblo tiene un tonto y un campanario. Decía Henri Bergson, Premio Nobel de Literatura en 1927, que “el presente solo se forma del pasado, y lo que se encuentra en el efecto estaba ya en la causa”.


 

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