A Melquisedec, el
caracolero que aparecía cada día por las calles del Arrabal, me lo topé en la plaza del Pilar una mañana de domingo. Estaba
sentado en las escalerillas de la
Cruz de los Caídos haciendo por la vida y llenando el baúl
con buen saque a base de media hogaza de pan y un palmo cumplido de longaniza
sin ningún atisbo de ahoguío, y que troceaba
parsimoniosamente con una navajuela de Albacete, la misma herramienta que le
servía de igual manera para apañarle un roto que un descosido, o para trozar un
racimo de agrazón, esa uva silvestre que nunca madura, o un cacho de pejepalo cuando se lo procuraba Graciela,la dueña del bar "La Garimba", una tabernera gaditana de Vejer de la Frontera casada con un guripa municipal, donde en su establecimiento solo se despachaba la malagueña cerveza "Victoria". El belduque para el caracolero era menos
práctico que la navaja, como sucede con el dolabro picapedrero, de poca utilidad para triscar almendras o castañas pilongas. A una mala, siempre
resultaba más útil la chaira de zapatero, si se considera que Melquisedec, rebuscador de moluscos, en sus
ratos de ocio también acostumbraba a leer artículos de prensa y a confeccionar figuritas y chiflatos en
madera de boj, avellano, ciprés, acacia, sabina, matarrubia, o palosanto, según
se diese. A veces, como a traición, Melquisedec el caracolero daba un tiento a una botella de tintorro manchego que mantenía sujeta entre sus pies. Melquisedec el caracolero era hábil para rebuscar entre
los rastrojos y en los quijeros de las acequias sin perder de vista el morral y
sin que per fas et nefás derramase
una sola gota del negro y espirituoso vinagrillo que siempre portaba. También conocía las virtudes de la baba del
caracol chupalandero y de la babosa, capaces de sanar mediante uso tópico el
prurito cutáneo y las almorranas prolapsadas. Melquisedec el caracolero,
además, conocía el comportamiento de la hormiga, de la abeja y del grillo negro,
el grillo que brincaba en los campos labrados cuando el sol apretaba y que
servía de cebo para la pesca del barbo y de la madrilla, como servía el higo,
la ciruela y la lombriz anillada. Los caracoles también se comen asados y son mejores que las pepitas de girasol,
porque aportan proteínas. Melquisedec el caracolero, que
además de experto en la recolección de moluscos gasterópodos se daba aires de
filósofo, guardaba en el bolsillo de su chaqueta un artículo
de Jorge Wagensberg, “Kant y el grillo sordo”, que había arrancado de un ejemplar de El País encontrado en un basurero próximo a Caitasa, en el cogollo de El
Picarral, barrio del que tampoco se
había escrito suficiente.
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