viernes, 16 de agosto de 2024

En la canícula

Me encanta Zaragoza cuando se vacía. Es más silente. Unos andan por la playa, otros por la montaña, otros de turismo y la mayoría se encuentra en los pueblos festeros moviendo las tabas con la pachanga y bailando por las calles las peanas con los santos patronos para marearlos. Una de cal y otra de arena, para que las fiestas no decaigan. Recuerdo que a Francisco Silvela, líder del Partido Conservador,  le encantaba Madrid en verano. Solía decir aquello de “Madrid en verano, con dinero y sin familia, Baden Baden”.  Lo decía en un Madrid que apenas tenía medio millón de habitantes y una docena de automóviles.  Baden Baden era por aquellos años de finales del siglo XIX una ciudad-balneario poco amena, como todos los balnearios, repleta de ancianos aburridos de traje de milrayas y canotier para mitigar el sol entre florecillas, mariposas y trinos de jilgueros.  A Baden Baden, en la Selva Negra, la había puesto de moda Eugenia de Montijo, descendiente de Hernán Cortés, a mitad de aquel siglo. “Aquellas aguas  -según contaba  Mauricio Wiesenthal en ‘La canción de las aguas’- tenían un poder reconstituyente y los médicos recomendaban a los ancianos bañistas que huyesen de las provocaciones de Venus. Y los más conspicuos advertían que ‘el amor debía practicarse sólo como moderado pasatiempo. En general, los médicos consideraban que las mujeres debían acudir solas, sin sus maridos, a tomar las aguas fertilizantes. Era un procedimiento que, al parecer, daba resultados espectaculares. Tal fue así que reinas y doncellas se adentraban en el bosque durante nueve días para tomar las aguas. Y volvían felizmente embarazadas, fecundadas por el misterio de la espesura. Recordemos el comienzo de ‘La Bella Durmiente del Bosque’: “Érase una vez un rey y una reina que no podían tener hijos, aunque habían recorrido todos los balnearios. (…) En España también los reyes acudieron a los balnearios. Y Fernando VII acompañó a su esposa embarazada a Sacedón en una jornada de calor insoportable. El rey caminaba a pie junto a la carroza real, rodeado por otros cortesanos que arrastraban sus pasos penosamente bajo un sol de justicia”. Aquí lo dejo, al filo del vermú, como diría Dionisio Sánchez.

 

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