No existe pueblo en España donde a la gente no les
encandilen las fiestas medievales. Y es que, en el fondo, lo que le gusta a los
vecinos de lugares donde nunca pasa nada es colocarse petos y espaldares y aferrarse a adargas,
lanzas y espadas en ristre con atavíos de performances infantiloides. A esos
cómicos de la legua por un día deberían enseñarles, antes de nada, las partes de la
armadura, de la misma manera que un matarife conoce las partes en las que se
divide la carne del vacuno. Disfrazarse de caballero medieval sin conocer los intríngulis de un engorroso arnés es como vestirse
de cura sin saber las declinaciones del
latín y haber pasado por un seminario; o uniformarse de guardia civil sin haber
recibido la instrucción necesaria en la academia de Valdemoro. Pero la gente de
esos pueblones, digo, a la que le encandilan las fiestas medievales y mirarse en espejos coloniales, ya tenía
la experiencia de vestirse de romano en los desfiles procesionales de la Semana
Santa. Pero aquello era otra cosa. Las armaduras medievales son más pesadas, de
peor manejo y dificultan mucho las maniobras. Imaginen hoy a un paleto con
todo puesto (como esas señoras de "pan pringao" que cada mañana se asoman a las playas
enjoyadas y repintadas para sentarse en una hamaca a tomar el sol), o sea, con
250 piezas de arnés articuladas y distribuidas en cabeza, tronco y extremidades.
Vamos, como para ir a bailar el reguetón. Pero ya no se hacen torneos y justas
y apenas quedan caballos. Ahora la gente visita mercadillos bajo un sol de justicia donde se mezcla
marroquinería, cerámica, hierbas curalotodo y cosas de comer en un batiburrillo
que llaman “de las tres culturas”. ¡Pero si echamos a dos de ellas! Si
el pueblo conserva castillo y murallas, miel sobre hojuelas para recrear refriegas. Algunas de ellas son consideradas de “interés turístico regional”,
como sucede en Consuegra, donde se regresa al siglo XI con la recreación de un feroz
combate entre cristianos y almorávides, y donde perdió la vida Diego Rodríguez, hijo del Cid; o la de Medina del Campo, con 4.000
figurantes, donde se evoca la quema de la ciudad por las tropas de Carlos I; o la batalla de Atapuerca
(Burgos), que enfrentó en 1054 a los hermanos Fernando I, rey de León y conde de Castilla, y García Sánchez III, rey de Pamplona, ambos hijos de Sancho III el Mayor; o esas ridículas “alfonsadas” bilbilitanas, donde se
teatraliza mediante un chusco esperpento cuando en 1117 Alfonso “El Batallador” inició
la conquista de Zaragoza ayudado por Guillermo IX de Poitiers, etcétera. Todas esas batallas, leyendas y
mercados medievales suelen llevarse a cabo en época estival, transformando
calles y plazuelas en platós y a los vecinos en actores como reclamo para atraer
turistas, que es de lo que se trata. En fin, ya solo queda una semana para que
se termine el anda jaleo, jaleo de chiringuitos horteras a rebosar y playas donde no queda
sitio para poner un sombrajo. El Estado ha engordado el PIB, los españoles ha
adelgazado el saldo de su cuenta corriente, los niños regresarán al colegio y las
aguas volverán a sus cauces si les deja una imprevisible gota fría. Al fin, uf,
desaparecerá el floreciente turismo internacional con sus caras acangrejadas por el
sol y después de haber alterado el medio ambiente y acrecentada la inflación. Cuando se vive del turismo y del sálvese quien pueda,
como acontece en este país, no queda otra que transformar a los españoles en
camareros mal retribuidos, o en titiriteros ambulantes para poder pasar la gorrilla
al final del lastimoso espectáculo.
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