Este es un país que se las trae.
Le pones a un ciudadano una gorra de plato en la cabeza, ora para cortar
entradas en los toros, ora para dirigir la banda de música del pueblo, ora para
mardar un regimiento de milicos, etcétera, y ¡ándele la que se monta! Desde el
momento de ponerse la gorra hasta casi
taparle las cejas adquiere luz propia. Es, por otro lado, especie en la que se
dan muy buenos humoristas. Suelen atacar los nervios de aquellos se ven obligados a someterse a
sus órdenes durante una reunión familiar. “Pepe, siéntate aquí, al lado de mi
suegra”. “¿Por qué?”. “Porque lo mando
yo”. Se enfadan muchísimo si en las comidas no les sirven a ellos los primeros,
o si a la hora de tomar café, ya sentados en el “living-room”, uno de los invitados
tiene ocurrencia de recitar sin señalar: “Tengo una gata de angora/ que es una
cosa divina. / Niño, saca la minina, / que la vea esta señora”. Se ponen
furiosos, como tigres. Se sienten muy ofendidos sin saber muy bien por qué y son capaces de mirar con
fijeza a cada uno de los comensales en un vano intento de querer averiguar lo
que piensan, aunque no piensen y
conserven el cerebro en erial. Más sosegados, tomando café, acostumbran a
contar a los presentes anécdotas que les han sucedido mientras se encontraban
en peno ejercicio de sus funciones, aunque con muy poco rigor. Algo parecido a
lo que hace con la historia reciente Pío Moa, pero en plan casero, o sea, con
batín, zapatillas y poniendo estirado y en arco el dedo meñique cuando
trasiegan una copita de ojén. Son ciudadanos, en fin, muy ordenados, minuciosos
y llenos de escrúpulos. Como decía Cela al referirse a los cornudos minuciosos:
“suelen tomar, después de las comidas, nescafé descafeinado disuelto en agua
bidestilada”. Los ciudadanos que llevan la gorra puesta para dirigir sin que
nadie rechiste no tienen forzosamente que ser cornudos, que alguno hasta se
salva de esas emociones fuertes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario