domingo, 2 de septiembre de 2012

Con luz propia




Este es un país que se las trae. Le pones a un ciudadano una gorra de plato en la cabeza, ora para cortar entradas en los toros, ora para dirigir la banda de música del pueblo, ora para mardar un regimiento de milicos, etcétera, y ¡ándele la que se monta! Desde el momento de ponerse la gorra  hasta casi taparle las cejas adquiere luz propia. Es, por otro lado, especie en la que se dan muy buenos humoristas. Suelen atacar los nervios  de aquellos se ven obligados a someterse a sus órdenes durante una reunión familiar. “Pepe, siéntate aquí, al lado de mi suegra”. “¿Por qué?”.  “Porque lo mando yo”. Se enfadan muchísimo si en las comidas no les sirven a ellos los primeros, o si a la hora de tomar café, ya sentados en el “living-room”, uno de los invitados tiene ocurrencia de recitar sin señalar: “Tengo una gata de angora/ que es una cosa divina. / Niño, saca la minina, / que la vea esta señora”. Se ponen furiosos, como tigres. Se sienten muy ofendidos sin saber  muy bien por qué y son capaces de mirar con fijeza a cada uno de los comensales en un vano intento de querer averiguar lo que  piensan, aunque no piensen y conserven el cerebro en erial. Más sosegados, tomando café, acostumbran a contar a los presentes anécdotas que les han sucedido mientras se encontraban en peno ejercicio de sus funciones, aunque con muy poco rigor. Algo parecido a lo que hace con la historia reciente Pío Moa, pero en plan casero, o sea, con batín, zapatillas y poniendo estirado y en arco el dedo meñique cuando trasiegan una copita de ojén. Son ciudadanos, en fin, muy ordenados, minuciosos y llenos de escrúpulos. Como decía Cela al referirse a los cornudos minuciosos: “suelen tomar, después de las comidas, nescafé descafeinado disuelto en agua bidestilada”. Los ciudadanos que llevan la gorra puesta para dirigir sin que nadie rechiste no tienen forzosamente que ser cornudos, que alguno hasta se salva de esas emociones fuertes.

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