Lo sucedido en Portugal, donde
una ciudadanía harta ha obligado al Gobierno de Pedro Passos Coelho a dar
marcha atrás en sus planes de recorte, puede ser un juego de niños si lo
comparamos con la que se puede armar en este país el día menos pensado. El
Gobierno que preside Mariano Rajoy está demostrando una incapacidad casi
absoluta para sacar a España del atolladero. En el caso portugués, el papel
moderador del presidente de la
República, Aníbal Cavaco Silva, ha evitado males mayores tras
convocar al Consejo de Estado y frenar en seco algo que hubiese podido tener
consecuencias imprevisibles. Ayer en Madrid, las cargas policiales en Neptuno
fueron de una absoluta desproporción. Sesenta y cuatro heridos y treinta y
cinco detenidos son la prueba evidente de una acción represiva que nos
retrotrae a los peores tiempos del franquismo. Cristina Cifuentes, delegada del
Gobierno en esa Comunidad y María Dolores de Cospedal, secretaria general del
Partido Popular, compararon la manifestación ciudadana de ayer con el intento
de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. ¡Hace falta estar indocumentadas!
Hay que tener cuidado con lo que se dice. Ayer ninguno de los manifestantes
pretendió entrar en Congreso pistola en mano ni se esperaba a la “autoridad
militar, por supuesto”. Ayer se
pretendía mediante un acto de protesta de ciudadanos, hartos de mantener a
políticos incompetentes y a gobernantes ineficaces, rodear el edificio del Congreso
por las calles periféricas y, todo lo más, lanzar unos gritos y enseñar
determinadas pancartas. La soberanía, como señala la Constitución, reside
en el pueblo. Y el pueblo soberano tiene derecho a manifestarse y a exponer sus
protestas en la calle cuando su futuro se reduce, en el mejor de los casos, a
tener un trabajo precario; y en el peor, a rebuscar en los cubos de basura. Se
ha arruinado un pueblo a costa del Estado. A mi entender, el Congreso no
representa la voluntad popular en un Estado donde existen listas cerradas y disciplina
de voto. El ciudadano tampoco termina de entender que sólo existan ayudas, y mediante
“rescate”, para una banca avariciosa y culpable por los préstamos al ladrillo.
La marca España hay que “venderla” en el exterior cuando se tienen los
horizontes despejados. Empecinarse en tratar de convencer al “The New York
Times” de nuestras bondades como país, produce en los americanos la misma risa
que ver a un burro comiendo higos. Una cosa es vender “talgos” y líneas de alta
velocidad (como España, gracias al Rey y su amistad con los árabes, ha
conseguido con el tramo Medina-La Meca) y otra cosa muy distinta impartir
clases de democracia al resto del mundo.
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