Es una simpleza decir que todo en
esta vida tiene su riesgo. ¡Pues claro! Cuando al torero le mata el toro, el
albañil se cae del andamio, el guardia recibe un tiro de un quinqui, o el
pescador se engancha en el anzuelo, se inscribe todo ello dentro de los gajes
del oficio. Lo que no resulta normal es que el amo muerda al perro, o que
cierre una funeraria por falta de clientes. No cabe duda de que hay que
prevenirse de tales circunstancias. Cuando el torero le pierde la cara al toro
acostumbra a ir derecho a la enfermería, cuando el albañil se cae del andamio
suele ser por falta de protección, cuando el pescador se engancha en el anzuelo
conviene saber que tal garfio debe extraerse siempre al revés, o sea, por la
parte en que se ata al sedal, etcétera. Los gajes del oficio comienzan desde el
mismo instante de nacer, a esa hora indefinida que sólo interesa a los
confeccionistas de horóscopos y cartas astrales. El español, que es sabio ante
la desgracia y la muerte, acostumbra a quitar penas durante los velatorios. Por
eso en los pueblos se inventó la mesa camilla, el ojén, las pastas y la boina
sobre las rodillas. Aquí, a Dios gracias, hay recursos para todos los eventos y
se suele caminar por la vía de lo práctico. Las lágrimas, sin embargo,
necesitan de su onomatopeya para ser creíbles, de la misma manera que para bailar con la negra
rumbita en noche carnavalesca hay que echar toda la carne al asador y se requiere
cimbreo de cintura en el ritmo del mambo, la conga, la samba y me voy a la
pachanga.
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