Más de 3.000 páginas componen “En busca del tiempo perdido”, novela en la que Proust dedicó más de 20 años de su vida semiencerrado en una
habitación insonorizada. Nada comparable con la obra del escritor guatemalteco Augusto Monterroso, maestro del
microrrelato. Lo cierto es que se puede decir mucho en pocas líneas y aportar
muy poco en cientos de folios manuscritos. De la misma manera, se pueden narrar
las mil peripecias de cada viaje realizado y, también, se pueden idear paisajes
idílicos sin salir de un cuarto con escasa ventilación y luz. El cerebro es
prodigioso. Imagine el lector que yo no he estado jamás en Chauen, en Marruecos
y a unos 100 kilómetros de Ceuta. Ciertamente nunca he estado allí. Pero
alguien que sí ha visitado la ciudad me informa de que es una ciudad añil que
acogió a judíos y moriscos expulsados en tiempos de los Reyes Católicos y que dieron un toque andaluz a las casas. Y que
sus calles constituyen un auténtico laberinto aunque imposible de perderse en
ellas. De entrada, ya tengo la
perspectiva geográfica para desarrollar un relato de cierta consistencia. Sólo
debo poner algo de imaginación, soñar que me encuentro entre sus calles y
dormir en casa de un descendiente de aquellos españoles en la diáspora
obligados por cuestiones religiosas. No es difícil, como digo. Es como escuchar
el murmullo del mar dentro de una caracola.
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