Ahora, cuando acaba de fallecer Ángel Peralta, El Correo de
Andalucía recuerda en sus páginas la tarde en la que el doctor Val Carreres y ese rejoneador salvaron
la vida de Jaime Ostos en la plaza
de Tarazona. Álvaro R. del Moral
hace referencia a la tragedia vivida el
17 de julio de 1963. Esta es su crónica, que transcribo: “Jaime Ostos había hecho el paseíllo en la
plaza de Tarazona de Aragón acompañado de El Viti y Caracol.
Era una tarde más del nomadeo estival de los hombres de luces: un pueblo en
fiestas, otra meta volante dentro del viaje de la temporada... Por delante se
anunciaba el nombre de Ángel Peralta sin olvidar el habitual tratamiento de don
que entonces gozaban los toreros ecuestres encargados, usualmente, de romper
plaza a los infantes. Saltó, por fin, el primer toro de lidia ordinaria. Era un ejemplar de la ganadería de Hermanos
Ramos Matías al que el torero de Écija recibió por verónicas. Dos varas y
dos pares de banderillas preludiaron el brindis pero a Ostos le molestaba el
viento que, en un golpe inoportuno, le dejó al descubierto delante del morlaco.
El pitón hizo carne y destrozó la ilíaca. El torero quedó de pie después de la
fuerte voltereta; sangraba a chorros... Se lo llevaron a puñados a la
enfermería con la impresión de un percance gravísimo. Ingresó sin pulso, casi
sin vida, en un quirófano ayuno de los medios más elementales y habitado por
médicos derrotados. «No había sangre, ya no tenía pulso; ni siquiera veía y los
médicos estaban firmando el acta de defunción pero Ángel –Peralta– buscó a
trescientos tíos que se pusieron en cola para darme su sangre», evocó el torero
en una reciente charla celebrada en Sevilla. «Me metieron catorce litros a base de jeringazos». La irrupción de
Peralta, efectivamente, fue providencial para que el bravo diestro ecijano se
quedara en esta orilla. El jinete de La Puebla pidió donantes a voces en los
tendidos y consiguió su propósito. Fue el propio Peralta el encargado de
inyectar esa vida a golpe de jeringa, de brazo a brazo, mientras el torero se abandonaba
a un extraño bienestar. Ni siquiera había agujas de sutura, refería Ostos, y
tuvieron que ir a buscarlas a Tudela, un pueblo cercano. Los médicos, proseguía
el diestro ecijano, llegaron a preparar el acta de defunción. El capellán ya le
había dado la extremaunción”.
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