Revés de la tarde

 

Nunca he sido dado a las celebraciones aunque sí me encanta recordar ciertas efemérides. Tal día como hoy ocurrió tal cosa, o la otra… Lo que sucede es que una especie de velos de color sepia siempre modifican los viejos recuerdos que tengo de algo. Ya de mayor, cuando regreso a los sitios que conocí siendo niño descubro que la habitación no era tan grande ni el parque tan verde ni la estatua del militar tan enorme. Claro, ni nosotros somos los ya los mismos. He envejecido, se me cansan más las piernas al caminar y gran parte de los personajes que conocí se han muerto sin que lo supiese. Algunos descendientes de aquellos hombres y mujeres que echaba de ver hasta se parecen a ellos, pero no son ellos, y los secarrales donde jugaba con la pelota o a las canicas tienen ahora bancos, árboles y papeleras. Hasta el salón de cine, donde vi “Las noches de Cabiria” y “Un tranvía llamado deseo” se ha transformado en un local sórdido con persianas de hierro roñosas llenas de telarañas y un cartel casi desprendido que informa: “se alquila”. Cualquier día derribarán la derrengada casa y en su solar levantarán un bloque de “protección oficial”, una residencia de ancianos, o vaya usted a saber qué. Siempre sentía frío al pasar por aquella calle umbrosa. En un balcón de enfrente recuerdo que había unas macetas con crisantemos en otoño, y en los bajos, una tienda de chucherías que regentaba el señor Cirilo, que tenía un  pequeño escaparate con marco de madera color maleta que permitía contemplar muñecas de cartón, escopetas de hojalata, los “juegos reunidos Jeyper”, novelillas del Oeste de intercambio, sobres de cromos de El Coyote, soldaditos de plomo y un mapa del Impero austrohúngaro descolorido. Me quedaba ensimismado mirándo todo. Al abrirse la puerta salía un turbio olor a alcohol alcanforado, como salido de la vitrina donde se conservaba ensangrentado el uniforme de gala del archiduque Francisco Fernando antes del revés de la tarde, cuando fue asesinado.