Es curioso, la prensa de la derecha, a falta de mejores
noticias que transmitir al lector, se pasa el día sembrando discordia contra Pedro Sánchez por hacer bueno el dicho “difama, que algo
queda” y haciéndose cruces con la idea
de que Juan Carlos de Borbón pudiera
fallecer fuera de España, como aconteció con Isabel II, en París y con Alfonso
XIII en Roma. Ninguno de los dos ostentaba en el momento de su muerte la
Jefatura del Estado. Que me conste, José
I murió en Florencia y Amadeo I,
en Turín. De los cuatro presidentes de la Primera República, Nicolás Salmerón murió en Pau (Francia),
y los dos presidentes que tuvo la Segunda República también murieron en el exilio: Niceto Alcalá Zamora, en Buenos Aires; y Manuel
Azaña Díaz, en Montauban (Francia). Salmerón y Alcalá Zamora reposan en España (en el madrileño Cementerio de la Almudena) y
los dos reyes cesantes de la Casa de Borbón, en el Monasterio de El Escorial. El rey emérito reside por su propia
voluntad en el emirato de Abu Dabi, en la isla de Zaya Nurai, en una mansión
privilegiada de 1.700 metros cuadrados y valorada en 11 millones de dólares que
dispone de seis dormitorios, helipuerto, playa privada y piscina. Hombre, Juan
Carlos de Borbón, por lo tanto, no comparte habitación con otro pupilo en la
antigua Pensión del Peine, por cerca
que esté del Palacio Real. Digo la “antigua
pensión” porque hoy aquella viejuna Pensión
del Peine se ha transformado en un hotel muy confortable, el “Petit Palace Posada del Peine”, de
cuatro estrellas y donde cuesta 200 euros pasar la noche. Me refiero a la casa
de huéspedes abierta por Juan Posadas
en 1616 donde había, entre otras, una habitación, la 126, escondida dentro de
una alacena, con una escalera estrecha por donde había que pasar agachado. Una
pensión, digo, donde el único símbolo de distinción era que existía un peine en
cada habitación a disposición del pupilo, eso sí, sujeto con una cuerda a la
jofaina, como sucede ahora con los bolígrafos en los mostradores de ciertos
organismos oficiales para que “no se escapen”. “Morirse -como decía Camilo José Cela- es una vulgaridad”. Nadie sabe ni dónde ni cuándo. Lo malo
que tiene palmarla es que los vivos deben correr con los gastos del
sepelio: en el caso de un familiar, sus allegados; en el caso de un monarca (reinante
o emérito) el Estado, eso sí, con el dinero de todos los mortales, que, por
cierto, tenemos otras preocupaciones. A don
Favila, hijo de don Pelayo (un
historiador disléxico decía don Fafila)
le mató un oso regicida en el año 739 y su esposa Froiliuba y sus hijos de
corta edad quedaron huérfanos de padre. Todo muy triste. Durante años busqué su
esquela rimbombante (del número 5, claro) en el diario ABC con resultado negativo. El esplendor de la monarquía ya no es lo que
era. En las escuelas infantiles habría que fomentar que los niños leyeran “El Gatopardo”, de Giuseppe Tomasi di
Lampedusa, antes de que tanto el olvido como la negligencia popular y el “raquerismo”
generalizado terminen devorando los besamanos y las genuflexiones, los linajes
emperifollados, decadentes y distantes con la ciudadanía, la rancia aristocracia
que no da un palo al agua, los salvapatrias campantes y el puñetero orden
social inamovible en tiempos convulsos. Si don Favila (o don Fafila) hubiese
devorado al oso, o el rey emérito no hubiese dado matarile al elefante en Botsuana,
hoy estaría comentando el triunfo en baloncesto de España contra Finlandia,
supongo.
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