Dicen algunos agoreros que la sombra de la higuera produce mala suerte. También la del nogal. No sé, podría ser que estos árboles gustan crecer en lugares afectados por alteraciones telúricas. Lo cierto es que también hay quien afirma que bajo una higuera Buda alcanzó la iluminación y que a los faraones les llevaban higos a sus tumbas para alimentar sus almas durante el viaje al Más Allá. Hoy leo en La Vanguardia que “Adán y Eva no mordieron una manzana, sino un higo”. Eso, al menos, afirmaba David C. Sutton en “Figs: a global history” (2014), donde argüía que "el Génesis no habla de una manzana en concreto, pero sí de un fruto, y que en el área de escritura de la Biblia no se han encontrado registros arqueológicos de manzanas y sí de higos. Por otro lado, las hojas que tejen a modo de taparrabos la pareja, una vez expulsada del Edén, son de higuera, un árbol asociado al Paraíso en distintas religiones, así como a la sabiduría, el vigor y la creación”. Desde entonces arrastramos al nacer el pecado original, el pecado de la desobediencia. Más tarde llegó el catecismo del turolense Ripalda y el del salmantino Astete (este último usado en 23 diócesis), ambos jesuitas, y el posterior Catecismo Nacional (1957-1961) con texto refrendado y aprobado por los obispos españoles a través de la Comisión Episcopal de Enseñanza y adoptado como texto único para todo el Estado, que derogó las disposiciones anteriores respecto a la adaptación oficial en diócesis de otros textos, y donde se afirmaba que la transmisión de ese pecado es un “misterio”, ya que no se trata de una “falta” cometida por el neonato sino de un pecado “heredado”. Vamos, un lío que se arregla con el bautismo; es decir, el día que entramos en el “club de los vendedores de humo” con un marchamo indeleble y un laberinto del que no hay modo de salir por apostasía. Y todo por culpa de un higo.
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