viernes, 23 de septiembre de 2022

Una cuestión de educación

 


En la actualidad, la acepción “caballero” hace referencia a hombre distinguido o poseedor de un código de conducta atento y solidario. Una acepción estúpida que se ha hecho común en grandes almacenes, en tiendas de barrio, y que anda en boca de camareros y conserjes. Encuentro más elegante decir a alguien “señor”. El caballero es aquel que monta a caballo, o un señor feudal,  o un hidalgo. El señor, en cambio, es aquel  ciudadano corriente que camina o utiliza un modo de transporte no semoviente. España es un país machista, por fortuna cada vez menos, donde existe un trato de asimetría entre la diferente camaradería que se utiliza entre hombres y mujeres. Ningún camarero dice: “Tenga su cambio, dama”. Por eso, no me gusta que me llamen caballero cuando entro en una tienda o en el dentista, de la misma manera que odio que un camarero diga “¡qué hay, familia!” cuando acudo con una señora  a tomar un refresco en la barra de un bar, del mismo modo que aborrezco el tuteo no pactado, salvo que proceda de un colega. La buena educación consiste en  procurar no molestar y tratar al otro como nos gustaría que nos tratasen a nosotros. Devolver el saludo, no hablar a gritos, no devorar la comida o dejar salir antes de entrar son gestos universales que todo el mundo aprecia. La buen educación de aprende en casa, no en los institutos públicos o en los colegios de curas, ni con la aplicación del sistema finlandés de enseñanza. No cabe duda de que la calidad del profesor determina la calidad del sistema educativo, sin olvidar, evidentemente, la actitud  y la disposición del alumnado. Los niños siempre hacen lo que ven a sus padres. Es erróneo pensar que la educación es la preparación académica e intelectual de una persona. Saber o no saber, insisto, dependerá de la calidad del profesorado y del deseo en aprender del educando. Se puede ser doctor en Física, o en Filosofía, o dominar tres idiomas, y no saber utilizar correctamente la pala de pescado o la servilleta. Son cosas diferentes. Recuerdo aquella “ley Celaá -actual embajadora en el Vaticano- que decía que no tenía importancia suspender unas cuantas asignaturas para pasar de curso. Hombre, tampoco se corta la digestión a los asistentes a un banquete porque un comensal se corte las uñas de los pies, se tire un pedo atronador, o eructe como una moto estando sentado a la mesa. Las cosas tiene la importancia que se les quiere dar, en eso estamos de acuerdo. Pero el “aquí todo vale” carpetovetónico siempre termina pasando factura a la sociedad en su conjunto.

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