miércoles, 21 de septiembre de 2022

Pompas y vanidades


Cuando los españoles todavía tenemos la resaca informativa del sepelio de Estado de la reina Isabel II, Vozpópuli, en la pluma de Jesús Ortega, bajo el epígrafe “Un funeral como el de Alfonso XIII. El Emérito espera una despedida a la altura de Isabel II”, señala que “Juan Carlos I da por hecho que tendrá un funeral de Estado ‘como rey que ha reinado”. Todos damos por seguro que así será, y me parece razonable que el que ha sido jefe del Estado reciba los honores que le corresponden a su rango, y tal es el caso de Juan Carlos de Borbón, aunque en el momento presente tenga un tratamiento honorífico a efectos oficiales equivalente al que correspondería a un príncipe de Asturias, es decir, un rango por debajo de rey y superior al de duque aunque conserve el tratamiento de "majestad" de forma vitalicia. Todo muy raro y, a mi entender, "cocinado" con prisas por Rajoy, un jefe de Gobierno inepto como político; y que, ante el dilema sobrevenido por la abdicación precipitada del monarca, no supo cómo acertar con la fórmula correcta. Según ese diario digital, el rey emérito confesó a su biógrafa Laurence Debray que ‘le preocupa cómo será su propio funeral y que no desea morir fuera de España’. Personalmente no entiendo tal preocupación. Somos mortales y morirse forma parte de la vida. Con los debidos respetos, me viene a la cabeza el refrán: “A  burro muerto, cebada al rabo”. Resulta impropio intentar poner remedio cuando es demasiado tarde. Lo cierto es que muerto el perro no termina la enfermedad infecciosa de la hidrofobia, pero se acabó el perro que la transmitía. Ya lo dijo Cervantes en boca de Sancho: “Váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza”. A mi entender, aquellos que han ejercido la Jefatura del Estado merecen entierros de Estado. Pero no sólo los reyes, también los presidentes de la República. Ello viene a cuento con Niceto Alcalá Zamora. El 7 de abril de 1936, tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones legislativas, fue sustituido por Manuel Azaña por decisión de las Cortes. Marchó a Santander, pasó la noche en el Hotel México y el 9 de julio embarcó junto a su familia en el trasatlántico alemán “Cabiria” con un primer destino a Hamburgo. Sólo le despidieron cinco o seis amigos. Paradójicamente, Manuel Azaña estaba a punto de comenzar sus vacaciones de verano en  ‘Villa Piquío’, en El Sardinero. Alcalá Zamora, tras recorrer los países nórdicos, marchó a Francia poco antes de comenzar la Guerra Civil y tuvo que huir en 1940 a Argelia tras la ocupación francesa por los nazis. Más tarde se trasladó a Argentina, donde vivió siete años, muriendo en 1949. En 1977, al cumplirse el centenario del nacimiento, se hizo un primer intento de traer sus restos a España. Rodolfo Martín Villa, entonces ministro del Interior, dio una respuesta negativa con el pretexto de que habría habido que rendirle honores oficiales. Finalmente, tras muchos inconvenientes, el 10 de agosto de 1979  llegaron sus restos al puerto de Barcelona  y al día siguiente, a las 9 de la mañana, pudo ser enterrado en secreto en el panteón familiar del madrileño Cementerio de la Almudena. El caso de Manuel Azaña es distinto. Quiso que sus restos permanecieran allí donde falleciese. Así lo dijo: “Que me dejen donde caiga”. Y en Montauban reposan desde 1940. 

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