viernes, 19 de abril de 2024

Celebrar las propias derrotas

 


El próximo día 23 de abril los castellanos (los de Castilla la Vieja, quiero decir) celebran la derrota, de los Comuneros frente a las tropas de Carlos I acaecida el 23 de abril de 1521. La fiesta, tal como hoy la conocemos, se declaró oficial por el Estatuto de Autonomía castellano-leonés en 1983. Pero para entender esa derrota hay que leer sus antecedentes, que José Antonio Maravall refleja con brillantez y rigor en su ensayo “Las comunidades de Castilla” (Alianza Editorial, Madrid, 1971). Esos antecedentes históricos se remontan a mucho antes, a 1821, cuando Juan Martín Díez, alias El Empecinado, y unos compañeros organizaron un viaje hasta Villalar (Valladolid) en busca de los restos de Padilla, Bravo y Maldonado, los tres decapitados. Lo que no se entiende es que en 2021, el alcalde de Villalar, Luis  Alonso Laguna pidiese al Congreso de los Diputados la ejecución de un acuerdo de 1822 donde se pedía que se llevase a cabo un homenaje a esos tres destacados comuneros. Existe un óleo muy expresivo en el Museo del Prado pintado por Antonio Gisbert en 1860 que refleja plásticamente el momento final de aquellos insurrectos. En aquel año, 1822, como decía, con motivo del décimo aniversario de la “Pepa” en las Cortes de Cádiz, se aprobó un dictamen para declararles “beneméritos de la patria en grado heroico, y se plasmarían sus nombres en un salón del Congreso”. Pi y Margall, uno de los cuatro presidentes que tuvo la Primera República, afirmó que "Castilla fue entre las naciones de España la primera que perdió sus libertades en Villalar bajo el primer rey de la Casa de Austria, Carlos de Gante". De ser así, ¿qué es lo que hay que celebrar ahora? No lo entiendo.  Es como cuando un tonto tira piedras a la cristalera de su casa, Maravall, en su libro, considera que aquel  conflicto comunero “formó parte de primer movimiento revolucionario de la Europa moderna”. Según Vilfredo Pareto, “las revoluciones se producen con frecuencia debido a atascos en la ‘circulación de las élites’, que cortan la corriente de la movilidad vertical y dan lugar a que se acumulen en los niveles altos del sistema vigente de dominación política individuos sin condiciones para permanecer en los mismos, a la vez que se concentran en capas inferiores de la pirámide social individuos que poseen capacidad para funciones más elevadas y que se ven impulsados por un afán ascendente a cambiar de puesto en la estratificación de la sociedad, sin que la rigidez del sistema les permita esperanzas fundadas de alcanzar tal logro”. (“Trattato di Sociología generale”, Florencia, 1923, t. III, pág. 259-263). Para Marañón, el movimiento comunero “no fue progresivo y liberal sino reaccionario y xenófobo con respecto al hijo de Juana I de Castilla y sus colaboradores flamencos”. El 23 de abril se ha convertido en una fiesta regionalista de los castellanos, donde muchos leoneses se posicionan en contra de esa celebración. El PSOE local ya ha pedido que León tenga su fiesta el 18 de abril en recuerdo de otra fecha de 1188, en la que las Cortes leonesas  abrían el claustro de San Isidoro bajo el cetro de Alfonso IX, necesitado de apoyo económico para salvar su quebrantado reino. De aquella reunión salió algo importante: el derecho de todos los vasallos a pedir justicia directamente al rey sin tener que pasar por la intermediación de los señores feudales, aquellos reyezuelos de horca y cuchillo aforados, exentos de pagar tributos y en nada dispuestos a que se mermaran sus privilegios. Así nació la “corpora” de gremios y cofradías de burgueses y aparecieron en el orden social los súbditos, que habían dejado de ser vasallos. León, a diferencia de Castilla, siempre se movió por otros derroteros, pese a que la Constitución del 78 unificara ambos territorios  en una sola Comunidad Autónoma sin tener en cuenta las diferentes identidades. Un error, a mi entender, que no tiene vuelta atrás. Es evidente que un leonés no se parece casi nada a un soriano, de la misma manera que un guipuzcoano tiene poco que ver con la forma de ser de un gaditano aunque ambos sean españoles de nación.

 

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