jueves, 4 de abril de 2024

El cuarto de Tula

 


Cada oficio tiene su riesgo: que el albañil se caiga del andamio, que el  agente de la autoridad muera atravesado por la bala de un atracador, que al marinero se lo trague una ola en un naufragio en la Costa de la Muerte, o que al agricultor se le vuelque el tractor clareando un viñedo, etcétera. Pero existen profesiones que aparentemente tiene menos riesgo de sufrir accidentes de trabajo, como la de ordenanza de ministerio, o vendedor de lechugas, por poner algunos ejemplos exentos de menosprecio. Tampoco suele ser normal que una animadora se caiga de la tarima del escenario mientras interpreta “La pulga”, o que el dueño de una librería de lance fallezca por el polvillo deletéreo que siempre sale de entre los libros. Lo que aquí señalo viene a cuento con algo que acabo de leer en la prensa aragonesa y que me ha producido consternación. Una muerte siempre produce consternación cuando no se la espera. Resulta que un sacerdote de 60 años, Javier Sánchez, ha muerto en Zaragoza a consecuencia de las heridas producidas por quemarse su ropa litúrgica en contacto con una vela durante la vigilia pascual celebrada en el convento de unas monjas Concepcionistas Franciscanas del barrio de santa Isabel. Le gustaba cantar  con fines solidarios y ya tenía tres discos publicados, el último de ellos con 11 canciones nuevas. En consecuencia, bueno sería que las ropas destinadas a uso litúrgico estuviesen confeccionadas con materiales ignífugos. De momento solo me consta que existe una de esas prendas que, al menos en apariencia, da una cierta seguridad. Pero que yo sepa, ni la capa pluvial, que tiene su origen en la antigua lacerna romana, está impermeabilizada y solo han desaparecido el capuchón y tres bandas delanteras, a mi entender bastante peligrosas por su facilidad de servir de pabilos. Bueno sería que los oficios religiosos fuesen considerados de alto riesgo para el practicante y que se imprimiese un manual del monaguillo apagavelas, oficio de subalterno de alto riesgo no suficientemente reconocido ni valorado por la Curia ni por los meapilas iluminados por la fe. Al obispo de Sigüenza, Eustaquio Nieto Martín, lo quemaron dos veces. Una, cuando el coche que lo conducía a Madrid tomó la carretera que va a Alcolea del Pinar, lo echaron de su interior con malos modales en la aldea de Estriégana y le prendieron fuego. Y otra, pocos días después, cuando aparecieron los milicianos por ese lugar y rociaron el cadáver con gasolina en una hondonada con la intención de hacer desaparecer sus restos. A los pocos días lo pudo identificar por su cruz pectoral una columna de requetés al mando del entonces capitán Teodoro Palacios, posteriormente laureado por su conducta en la batalla de Krasny Bor, condecoración que le impuso Franco el 7 de julio de 1968 en el puerto de Santander. Como en la canción del coruñés Sergio González Siaba que interpretaba Buena Vista Social Club, “el cuarto de Tula le cogió candela./ Se quedó dormida y no apagó la vela”, cuando en el barrio la Cachimba se formó la corredera. Las llamas todo lo devoran.

 

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