Me entero por la prensa aragonesa de que Marcos Pérez acaba de inventar la
croquetera. Se trata de un artilugio cuyo molde consigue que todas las
croquetas que se hacen en la cocina salgan de igual espesor y tamaño. No sé si
tal artilugio, más propio del doctor Franz
de Copenhague y sus grandes inventos, tendrá éxito de mercado. Dice que también sirve para
hacer albóndigas clonadas, como hace Ikea.
Claro, será cambiándole el molde al artilugio. Pero para mí que eso de
conseguir croquetas de iguales hechuras ya lo hacía Pescanova, la empresa fundada en 1960 por José Fernández López, y otras empresas del sector. Te acercabas al
súper, comprabas unas croquetas embolsadas donde ponía “de jamón” o “de bacalao”;
y cuando llegabas a casa y las sacabas de la bolsa comprobabas que todas eran
idénticas en olor, sabor y tamaño. Lo malo era cuando te las comías. Entonces
descubrías que no había jamón o bacalao trufado en el bechamel, sino un
vergonzoso saborizante, no sé si natural, sintético o artificial, eso sí,
autorizado por Sanidad, pero capaz de engañar a las papilas gustativas de Gargantúa. Unas croquetas, en fin, tan
congeladas como lo estuvo más de cuatro años la empresa de Redondela en la Bolsa de Madrid. También me
entero de que la RAE
aceptó en diciembre de 2011 los vulgarismos “cocreta”,
“cocleta” y “almóndiga”, del mismo modo que ahora se espera que entren en el
Diccionario las palabras “posverdad”
e “iros”, el nuevo imperativo de “irse”, además de los ya existentes “ios” e “idos”. Aquí de lo que se trata es de inventar con el mínimo
esfuerzo, aunque sean palabras, sin necesidad de tener que gastar mucho dinero
en eso del I+D+i que suena como proveniente de ese neolibaralismo que tanto
detestamos los carpetovetónicos. Aquí se inventaron los botijos, las máquinas
de hacer churros, las castañuelas, el tinto de verano, la fregona y las
jeringuillas desechables sin necesidad de tener que ir a las universidades de
Harvard o de Stanford, y sin tener que hacer un “High School” en el Colegio
Blue Ridge School del virginiano
Condado de Greene, como ha hecho el caballero
divisero hijosdalgo del ilustre Solar de Tejada Froilán Marichalar, al que todos llaman ahora Felipe, nieto de la condesa
viuda de Ripalda. Curiosamente, dicho sea de paso, en España no existe el
rango de condesa viuda o de marquesa viuda. El ejemplo de Marina Castaño es patente. Cuando se muere el conde Laurel, la
viuda sólo puede cantar aquello de “Yo
soy la viudita del conde Laurel/ que quiero casarme y no encuentro con quién”. Pero
sin aditivos nobiliarios naturales, sintéticos o artificiales, contrario a lo
que sucedía con las croquetas de Pescanova.
Las damas de alto copete, ya se sabe: mucho visón y poco jamón, o sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario