viernes, 21 de julio de 2017

La croquetera





Me entero por la prensa aragonesa de que Marcos Pérez acaba de inventar la croquetera. Se trata de un artilugio cuyo molde consigue que todas las croquetas que se hacen en la cocina salgan de igual espesor y tamaño. No sé si tal artilugio, más propio del doctor Franz de Copenhague y sus grandes inventos, tendrá  éxito de mercado. Dice que también sirve para hacer albóndigas clonadas, como hace Ikea. Claro, será cambiándole el molde al artilugio. Pero para mí que eso de conseguir croquetas de iguales hechuras ya lo hacía Pescanova, la empresa fundada en 1960 por José Fernández López, y otras empresas del sector. Te acercabas al súper, comprabas unas croquetas embolsadas donde ponía “de jamón” o “de bacalao”; y cuando llegabas a casa y las sacabas de la bolsa comprobabas que todas eran idénticas en olor, sabor y tamaño. Lo malo era cuando te las comías. Entonces descubrías que no había jamón o bacalao trufado en el bechamel, sino un vergonzoso saborizante, no sé si natural, sintético o artificial, eso sí, autorizado por Sanidad, pero capaz de engañar a las papilas gustativas de Gargantúa. Unas croquetas, en fin, tan congeladas como lo estuvo más de cuatro años la empresa de Redondela en la Bolsa de Madrid. También me entero de que la RAE aceptó en diciembre de 2011 los vulgarismos “cocreta”, “cocleta” y “almóndiga”, del mismo modo que ahora se espera que entren en el Diccionario las palabras “posverdad” e “iros”, el nuevo imperativo de “irse”, además de los ya existentes “ios” e “idos”. Aquí de lo que se trata es de inventar con el mínimo esfuerzo, aunque sean palabras, sin necesidad de tener que gastar mucho dinero en eso del I+D+i que suena como proveniente de ese neolibaralismo que tanto detestamos los carpetovetónicos. Aquí se inventaron los botijos, las máquinas de hacer churros, las castañuelas, el tinto de verano, la fregona y las jeringuillas desechables sin necesidad de tener que ir a las universidades de Harvard o de Stanford, y sin tener que hacer un “High School” en el Colegio Blue Ridge School  del virginiano Condado de Greene, como ha hecho el caballero divisero hijosdalgo del ilustre Solar de Tejada Froilán Marichalar, al que todos llaman ahora Felipe, nieto de la condesa viuda de Ripalda. Curiosamente, dicho sea de paso, en España no existe el rango de condesa viuda o de marquesa viuda. El ejemplo de Marina Castaño es patente. Cuando se muere el conde Laurel, la viuda sólo puede cantar aquello de “Yo soy la viudita del conde Laurel/ que quiero casarme y no encuentro con quién”. Pero sin aditivos nobiliarios naturales, sintéticos o artificiales, contrario a lo que sucedía con las croquetas de Pescanova. Las damas de alto copete, ya se sabe: mucho visón y poco jamón, o sea.

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