A Isidro Aspariegos
le gustaba mear en arco desde un ventanal que existía junto a los secaderos
imperiales de la azucarera. Hasta que una mañana, cuando todavía no había
amanecido del todo, le dio la orina en unos cables de electricidad, se
acalambró y se le quedó la minga de la color de la carne de guayaba, hasta el
punto de tener que dejar de trabajar de
cocedor en las tachas durante las
siguientes campañas remolacheras. Una vez jubilado anticipadamente, Isidro
Aspariegos se dedicó a cuidar un huertecillo y un corral con gallinas de raza
Sussex. Era muy madrugador. Cada mañana, si el tiempo acompañaba, desayunaba en
la cocina un café y unos bizcochos de soletilla mientras escuchaba la voz de Perlita de Huelva. Isidro Aspariegos
también montaba en bicicleta sentado en un cómodo sillín dadas las
circunstancias, y después de desayunar y de liar un cigarro de ideales le aplicaba a su socarrada minga
violeta de genciana y una pomada a base de aceite alcanforado. De paso, el
cuerpo se lo untaba de sasafrás, que era un excelente repelente de mosquitos.
Los días lluviosos aprovechaba para hacer chartreuse
utilizando en las dosis adecuadas badiana, canela, clavo, azafrán, semillas de
angélica, macis, melisa, menta, mejorana, nuez moscada y un buen alcohol de 90
grados, y todo ello lo maceraba durante diez días, al término de los cuales le
añadía a esa maceración azúcar y agua. Lo hacía en dos tonalidades: verde y
amarillo, que para gustos se hicieron los colores. Y el licor resultante lo
guardaba en el interior de un casco de brandy
Lepanto dentro en una vitrina en la que había, además de tazas de café y
una botella de anís La Dolores, varios
trofeos de tute habanero ganados en diversos concursos organizados por el bar Loroño, vinos y licores, especialidad
en rabo de toro. Los jueves, cocido completo.
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