Don Agardo de la Caballería, casado
como Dios manda con doña Dorotea
Manavens, llevaba más de siete años jubilado en Correos. Al punto de la mañana se iba derecho hasta el Círculo La Unión para leer los periódicos. Se centraba
en las esquelas de ABC, de Heraldo de Aragón y de España de Tánger. Como era el primer
lector, siempre quitaba las fajillas a la prensa. Más tarde echaba un vistazo
a la política, el deporte y los ecos de sociedad, si es que
aquel día había ecos de sociedad. Don Agardo de la Caballería recortaba
algunas esquelas de la prensa del día anterior antes de que fuesen a la basura
o se utilizaran para envolver algún bocadillo. Don Agardo estaba convencido de
que los bocadillos envueltos en papel de periódico sabían de otra manera, sobre
todo si eran bocadillos de agujas en escabeche o de sardinas en aceite de oliva.
Casi todas las mañanas, a eso de las doce, aparecía por el Círculo un joven
flaco, se sentaba en una mesa de mármol, sacaba un cuadernillo y una estilográfica
Jonson, (de aquellas tan de moda en
los 60 que tenían un émbolo a modo de
jeringa para llenar su depósito de tinta), y se quedaba pensativo y como
catatónico delante del papel cuadriculado. El camarero le conocía como Luquillas. Y Luquillas llevaba mucho
tiempo intentando componer un soneto a
maiore, con acentuación en la sexta sílaba de cada endecasílabo. A veces
salía de su ensimismamiento y sacaba del bolsillo un papelito con el soneto “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes
prometido... (...) No me tienes que dar porque te quiera, / pues, aunque lo que
espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”, que tenía de
muestra y nadie sabía qué poeta lo escribió aunque se le atribuyesen muchos
padres. Sí se conocía, que ya era algo, que había sido publicado en 1628.
Luquillas siempre tomaba lo mismo: una orangina. Don Agardo de la Caballería, a ratos,
levantaba la vista de la prensa y observaba al muchacho como el que ve llover.
Pedía otro café con leche, repasaba las esquelas mortuorias por si se le había
pasado algún detalle, y al filo del vermú regresaba a casa zancajoso y ayudado
de bastón por culpa del reuma. Doña
Dorotea, entretanto, manejaba los pucheros en los fogones de la cocina con la
habilidad de un alquimista. Don Agardo encendía la radio al tiempo que sonaba
el reloj de la Puerta
del Sol anunciando las dos y media de la tarde, el tararí acostumbrado
precedente al “Gloriosos caídos por Dios
y por España, ¡presentes!” y a un boletín de noticias leído por un locutor
con voz engolada que arrancaba con los recibimientos en El Pardo de ministros y
de algún personaje de actualidad, la firma de contratos para la construcción de
Astilleros Españoles, la detención de
Lumumba y su traslado a Leopolville
y el ofrecimiento del Estado Español a Fabiola
de Mora y Aragón de una corona real de oro y platino, en la que han sido
engarzados brillantes, esmeraldas y perlas. Eran los primeros días de diciembre
de 1961 y el cielo tenía aspecto de panza de burra. Podría nevar.
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