lunes, 3 de julio de 2017

Heliodoro Dolaire




Heliodoro Dolaire estaba todas las tardes de aquellos veranos sentado en el mismo sitio. Allí esperaba a que el agua llenara el depósito del camión, un camión-cisterna de riego asfáltico y baldeo. Y Heliodoro permanecía sentado como si no fuese con él la limpieza de las calles. Mi hermano y yo jugábamos a hacer equilibrios en una barandilla de hierro fundido de medio metro de altura que servía de recinto a unos jardines. Cuando ambos llegábamos donde Heliodoro se encontraba, le pedíamos por favor que nos dejase continuar. Pero Heliodoro, que tenía cara de pocos amigos, a la primera de nuestras peticiones hacía como si no la escuchase. La segunda vez, nos mandaba a un lugar  lejano y de mal acomodo. Ya sabíamos que no iba a levantarse, pero nosotros sólo éramos unos niños con ganas de jugar. Heliodoro, que iba aseado como un pincel, tenía algo que siempre nos llamaba la atención. Eran sus ligas para calcetines de goma elástica que se sujetaban a los gemelos de sus  pantorrillas. Heliodoro Dolaire, en un momento determinado, se levantaba y se acercaba hasta la cisterna, cerraba un grifo en la alcantarilla, ponía en marcha el motor de camión e iniciaba su recorrido habitual soplando agua a ambos lados de la calle por sus dos piñas. Era el momento de seguir haciendo equilibrios en la barandilla sin tropiezos y sin la presencia de aquel hombre que a mí me parecía tan raro. Un verano dejamos de verle sentado en su sitio acostumbrado. Tampoco volvimos a ver a nadie con aquellos ligueros de ‘box-cloth’, como los de Heliodoro, que atirantaban unos calcetines de color amaranto, ni volvimos a aquellos veraneos en Santander.

No hay comentarios: