Heliodoro Dolaire
estaba todas las tardes de aquellos veranos sentado en el mismo sitio. Allí
esperaba a que el agua llenara el depósito del camión, un camión-cisterna de
riego asfáltico y baldeo. Y Heliodoro permanecía sentado como si no fuese con
él la limpieza de las calles. Mi hermano y yo jugábamos a hacer equilibrios en
una barandilla de hierro fundido de medio metro de altura que servía de recinto a unos jardines. Cuando ambos llegábamos
donde Heliodoro se encontraba, le pedíamos por favor que nos dejase continuar.
Pero Heliodoro, que tenía cara de pocos amigos, a la primera de nuestras
peticiones hacía como si no la escuchase. La segunda vez, nos mandaba a un
lugar lejano y de mal acomodo. Ya
sabíamos que no iba a levantarse, pero nosotros sólo éramos unos niños con
ganas de jugar. Heliodoro, que iba aseado como un pincel, tenía algo que
siempre nos llamaba la atención. Eran sus ligas para calcetines de goma
elástica que se sujetaban a los gemelos de sus
pantorrillas. Heliodoro Dolaire, en un momento determinado, se levantaba
y se acercaba hasta la cisterna, cerraba un grifo en la alcantarilla, ponía en
marcha el motor de camión e iniciaba su recorrido habitual soplando agua a
ambos lados de la calle por sus dos piñas. Era el momento de seguir haciendo
equilibrios en la barandilla sin tropiezos y sin la presencia de aquel hombre
que a mí me parecía tan raro. Un verano dejamos de verle sentado en su sitio
acostumbrado. Tampoco volvimos a ver a nadie con aquellos ligueros de
‘box-cloth’, como los de Heliodoro, que atirantaban unos calcetines de color
amaranto, ni volvimos a aquellos veraneos en Santander.
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