Los recuerdos se van borrando de la mente, o se quedan varados en el hipotálamo, o en la amígdala, o
en no sé dónde como una plomada en el fondo del río. Acabo de visitar la
exposición en el zaragozano Palacio de Sástago, “Dicen que hay tierras al Este”, donde se hace continua referencia
a los vínculos de Aragón con Cataluña durante los siglos XVIII-XX desde la
perspectiva económica, artística y cultural. Me ha impresionado una carta
manuscrita de Santiago Ramón y Cajal y un gorro militar del general Prim igual que el que porta en la batalla
de Tetuán al mando de 446 voluntarios catalanes en el cuadro de Francisco Sans i Cabot (1865), o en el
retrato extraído de El Museo Universal
(número 40, pág. 316, Madrid, 4 octubre 1868).
Aprovecho para recomendar a todo aquel que sepa catalán el libro Guerra d’Àfrica (1859-1860) de Alfredo
Redondo Penas (Cossetània Edicions) Muy interesante. La exposición estará abierta
al público hasta el 8 de enero. Y hace pocos días pude ver otra gran exposición,
“Mirada y relato”, en La Lonja, sobre la obra de Ignacio Fortún, pintor y amigo. De
entre todos los cuadros expuestos, me llamó la atención uno óleo sobre lienzo
de 100x 80 pintado en 1985 y en propiedad del Ayuntamiento de Tauste. Se titula
“Los calamares están duros”, algo
parecido. A propósito de esa obra, recuerdo que en octubre de 1986 pude ver una
exposición de Fortún que me impresionó. Era la primera que veía de ese pintor.
Le escribí un artículo en Heraldo de
Aragón y a los pocos días recibí un regalo suyo, consistente en el boceto a
lapicero de aquella obra. Ahora, después de tantos años he logrado ver el
resultado final, es decir, el óleo que no conocía. Reconozco que en el boceto
que conservo en casa hay diferencias en las caras del camarero, la señora y la
niña. El marido es igual, pero sin bigote. La niña lleva puestas unas gafas de
buceo, en el regazo sostiene la misma cacerola, y come ese algodón de azúcar.
La madre se está llevando a la boca una sardina en salmuera. Con la otra mano
también porta el báculo lleno de caramelos. Todos ellos tienen aire de
cansancio y parece que hubiesen hecho una pausa en el camino, derrotados de
callejear y de visitar tómbolas de feria. Pero en el cuadro de Fortún no deja
de llamarme la atención las miradas de todos ellos. Tanto la niña, vestida de
baturra, como su madre, que pareciese no tener fuerza para hincarle el diente
al bocadillo de duros calamares, permanecen silentes mirando hacia la supuesta
calle; el marido y el camarero, en cambio, dan la sensación de que tuviesen la
mirada perdida hacia el supuesto televisor donde se emite un programa tedioso.
Ninguno de los cuatro tiene nada de qué hablar en lo que se me antoja como una
tarde interminable. La exposición estará abierta hasta finales de año. Llaman
la atención las pinturas de naves industriales y paisajes de tejados sobre
chapas de zinc y aluminio que toman vida con el reflejo de lámparas. Son
amaneceres y atardeceres de paisajes sórdidos, salpimentados con un cierto aire
inquietante. Los recuerdos se terminan borrando, pero el arte permanece. Menos mal.
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