Hace ya muchos años, haciendo tiempo a la salida de un tren nocturno a Sevilla, visité el madrileño Museo de Bebidas de Perico Chicote. Lo
que más me impresionó fue una botella de “Grand
Marnier”, lazo amarillo, que Alfonso
XIII dejó olvidada y descorchada antes de partir a Cartagena sin billete de
vuelta. Alguien dijo que tres traslados equivalen a un incendio. Cierto.
Siempre te vas dejando enseres en los lugares que desocupas. De la misma
manera, en la novela “El ingenioso
hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos”, Carlos Rojas cuenta que Federico olvidó el tazón del desayuno
en el balcón de su casa madrileña (Alcalá 96, 7ª planta) antes de partir hacia Granada, también sin
billete de vuelta. Hay reliquias que merecen ser conservadas siempre. Tal es el
caso de una vecina mía, viuda de guardiacivil, que guardó el braguero de su esposo
tras morir por estrangulamiento de una hernia entre grandes dolores. Pero la
viuda de aquel guardia conservó el braguero, lo anunció en la prensa local y no
tardó en vendérselo a un viajante de retales al detall que vivía en Orense. El
nuevo comprador lo llevó puesto sobre su propia hernia hasta el día en el que decidió pasar por la
mesa de operaciones. Aquel braguero tenía bordado en hilo de oro el emblema de la Coral Bilbilitana además de sus iniciales, R.I.P.,
correspondientes a Ricario Iriarte Pérez,
sobre campo de gules y un león rampante.
El viajante de Orense, en principio, tuvo cierto reparo en colocarse sobre la
hernia algo que había pertenecido a un difunto desconocido. Aquellas iniciales
se le antojaban de esquela mortuoria. Sin pensárselo dos veces, el viajante
llevó el braguero a una bordadora para que transformase la “R” inicial en una
“V” y, de esa guisa, se convertía en un “Very Important People”. Una vez restablecido
de la operación quirúrgica marchó hasta la Catedral de Santiago de Compostela a dar gracias.
Aprovechando el viaje, se acercó hasta la estatua del maestro Mateo para golpearse con la cabeza y
aumentar su inteligencia, según piadosa costumbre. Era lo que el viajante
entendía como magia por contagio. Desde entonces, nadie se explica por qué
sonríe cuando lee con atención las esquelas del periódico.
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