A partir de ahora, cada vez que me acerque a la tienda de Isaac Gormedino, mi carnicero de toda
la vida, para pedirle un kilo de ternasco de Aragón, deberé preguntarle si en
el peso ha tenido en cuenta el “equilibrio
de Watt”, que permite comparar la energía mecánica
con la electromagnética a través de una corriente y una masa, valiéndose de un
láser. Y si se pusiera chulito y se cagase en el kilopondio hasta le podría
amenazar con acudir a la Oficina Internacional de Pesas y Medidas situada en Sèvres.
Hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad, que no lo digo yo sino que lo
cantaba Miguel Ligero en la película
“La verbena de la Paloma”, y de poco
sirve lo que de niño me enseñaron en la escuela. En Sèvres está guardado bajo
siete llaves un cilindro hecho de una aleación de platino, al 90%, y de iridio,
al 10%, y de una altura de 39 milímetros. Pero resulta que ese cilindro
puede cambiar de masa con el tiempo. Dicho en plata: para definir el kilogramo
habrá que tenerse en cuenta la constante
de Planck. Seguro que Isaac Gormedino, carnicero y amigo, me preguntará si
hoy me he tomado la pastilla. Y casi seguro, también, que dejará la tienda en
manos de su ayudante y me invitará a tomar una copita de anís Las Cadenas, de finísimo paladar, en el pequeño ambigú del andén de la Estación. Isaac es hombre de buen carácter y de fácil conformar, pero ello no
quita que le recuerde que a los tenderos que sisan en la balanza habría que
lanzarles al otro lado del mostrador una bomba de palenque, o tirarlos
barranco abajo, donde los alacranes y las zarandillas rabicortas toman el sol
de mediodía y las culebras se enroscan.
--Bueno, ¡allá cada cual! Anda,
Isaac, invítame a otra copita de anís.
--Eso está hecho.
Ambos guardamos silencio.
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