Fernando
Sánchez-Dragó publica hoy en El Mundo
un artículo, “Au revoir, Espagne”,
donde hace un canto a las virtudes parisinas y donde aprovecha para contar,
entre otras cosas, que estuvo las últimas semanas de septiembre en París, y
donde se ha dado cuenta, a mi entender un poco tarde, de que en la capital de
Francia impera la ilustración. Y nos recuerda a los españoles que “con la
derrota del ejército napoleónico en la Guerra de Independencia perdimos para siempre
ese tren. Después de Pepe Botella,
que fue un buen rey, llegó el Felón
y tras él vino la Reina Castiza.
Comenzaba el Ruedo Ibérico reflejado en el azogue del Callejón del Gato. El 1
de octubre regresé a Madrid. Fue un puñetazo en el corazón. Estaba de nuevo en
el país de las tribus, las taifas y los cantones, en el solar del populacho, de
la mediocridad y de la envidia, en la única nación del mundo que vive en
permanente guerra consigo misma. Pocas horas después cumplí ochenta y un años.
Durante todo ese tiempo me he visto obligado a ser español”. Para el que no lo
sepa, el madrileño callejón del Gato (en la actualidad calle de Álvarez Gato,
en el entorno de la calle Huertas y muy cerca de la Plaza de Santa Ana) es el
lugar donde Valle-Inclán, mirándose
en unos espejos deformantes, veía la tragedia de España transformada en
esperpentos a través de los ojos de Max
Estrella, amigo de don Latino de Híspalis,
un tipo raro y de extraordinaria
personalidad que protagonizó la otra teatral
“Noches de bohemia”; y que,
pese a haber sido terminada de escribir en 1924, no fue estrenada en España hasta 1970. Aquel bohemio que inspiró a Valle-Inclán fue Alejandro Sawa, redactor de El Motín, El Globo y La Correspondencia
de España, y colaborador de ABC, Madrid Cómico, España
o Alma Española, entre otras muchísimas publicaciones. Sus últimos años
fueron patéticos: murió el 3 de marzo de 1909 loco, ciego y hundido en la
miseria en su modesto piso de la calle de Conde Duque número 7 de Madrid.
Sánchez-Dragó me ha dado pie, ustedes perdonen, a que haga este recordatorio
necesario. No se entiende España sin el esperpento, incrustado en los genes
colectivos, como el vino peleón manchego que tiñe de morado, ese color
introspectivo, nuestras tripas entre los acordes de pasodobles toreros de
nuestro tufillo churrero y cañí. Hemos perdido demasiados trenes, ya lo sé.
Pero no importa. Siempre nos quedarán los dos espejos, cóncavo y convexo, del
callejón del Gato que hacen parecernos a don
Quijote y a Sancho, y que nos
permiten soñar, sólo soñar, con poseer nuestra propia Ínsula Barataria.
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