Sobre la mesa de la cocina queda el pan correoso con relleno
de calamares de la amanecida, la herida sin cerrar, las cuartillas volanderas,
la foto oxidada por el tiempo, la lámpara sin arreglar, el dislocado recuerdo de
otras albas camino de andenes de estación, de hospitales robados, de brillos de
oropel con la lasitud casi total en las pupilas de los ojos. No queda tiempo
para pensar en las musarañas; ni en el delantal de los hotentotes; ni en Dora la Cordobesita,
modelo de Romero de Torres y mujer
de Chicuelo; ni en el Libro de los Siete Sabios vertidos al
castellano por orden del infante don
Fadrique; ni en El Chiripa, que
murió a tiros de la Guardia Civil
entre Tierga y Trasobares; ni en Pigmalión,
que se enamoró de una estatua salida de sus manos. Hay que lamerse las heridas
sin curar y escuchar la Glenn Miller en una mierda
de radio repleta de válvulas empolvadas y el mueble revestido con paño de ganchillo. En la
calle se monta jabardillo por un perro atropellado. Los forasteros vuelven a
tomar el tren, pero ningún viajero se acuerde ya, maldita sea, de Maristany, director que fuese de los Ferrocarriles de Madrid, Zaragoza y Alicante.
Nadie, entre los peatones que con morbosidad endiablada ven agonizar al perro
herido, ha oído hablar de la Bella Monterde, cupletista
del género ínfimo; ni de Paul Ehrlich,
inventor del Salvarsán; ni del gobernáculum de Hunter, inserto en el
extremo inferior de epidídimo. Tampoco importa demasiado en este trance. En
Zaragoza se terminan las Fiestas del
Pilar con cohetería en la noche morada. Los gigantes y cabezudos de
cartón-piedra se guardarán hasta otro año en la nave de un polígono industrial
de los tiempos del Desarrollismo. Pero
las banderas de España confeccionadas en China, que algunos ciudadanos pusieron
en los barrotes de los balcones de sus viviendas como antídoto patriótico al
trasunto catalán, siguen a la intemperie como si se tratasen de longanizas de
Graus. No sabría decirles por cuánto tiempo. Habría que leer con atención el papelito con la posología
contra el acendrado patriotismo crónico y purulento, como sucede con los
fármacos en los tratamientos contra el tabardillo, las tercianas, o esas
purgaciones de garabatillo que se suelen enganchar en las sórdidas despedidas
de soltero, cuando el protagonista de la juerga, en un arranque de valentía, saca la minga de su estuche como si se tratase
de una aguja de ramplonete en manos de un artillero.
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