Ya se sabe que los barrios típicos de las ciudades se
terminan degradando por la propia inercia de las cosas. Se llenan sus calles de
tiendas de trajes típicos, recuerdos, oropeles, restaurantes con camareros
vestidos de época, etcétera. Cuando una zona ciudadana se convierte en “territorio
guiri”, en las terrazas de los bares aparecen acordeonistas rumanos, la gitana
que te ofrece un ramito de romero, el vendedor ambulante de lotería al que le
faltan los dedos de una mano y los descuideros, que ya son legión. Mucha gente
sin oficio conocido, aprovechando la coyuntura turística española, ha hecho su
particular pequeña industria sin pagar impuestos estatales ni tasas municipales,
portando un puñado de globos, ofreciéndose de guía a cambio de unas monedas, pretendiendo
realizar in situ una caricatura al
minuto, o tratando de “vender” a un matrimonio de ancianos latas de escabeche y
trozos de queso envasado al vacío que se acaban de sustraer en un supermercado.
De la misma manera, los establecimientos hosteleros de ese “territorio guiri”
colocan de anzuelo en la puerta a una señora vestida con faralaes y ofrecen en
sus menús de las fachadas paellas y sangrías a grupos de turistas que todavía
confunden un tricornio de la Benemérita con una montera de torero, una charlotada con una corrida de toros
y un estoque de madera con la contundente espada del Cid Campeador. Hoy, en ABC de Sevilla,
Antonio Burgos se queja de la
degradación que ha sufrido el Barrio de Santa Cruz. Cuenta: “Antes, el Barrio
de Santa Cruz era uno más de Sevilla, vivido, habitado, simpático, hasta
catetito, con sus lecherías, sus despachos de pan y tortas, sus dulcerías, sus
ultramarinos, sus estancos. Con todos sus avíos”. (...) “Un barrio vivido y
verdadero. Sin un solo velador. Si un solo negocio turístico. Sin manadas de
japoneses detrás de una guía con una banderita. Una parte verdadera de Sevilla.
De la mejor Sevilla que nos dejó la Exposición Iberoamericana
de 1929”.
(...) “Ahora, a nadie se le ocurre hacer ese trayecto, sorteando trajes de
flamenca churris fabricados por los chinos colgados en las fachadas,
expositores de cerámica, de sombreros, cartelones de los restaurantes de las
paellas prefabricadas que huelen a perros muertos cuando las sirven en los
cientos de veladores que no nos dejan andar”. Pues eso no es nada para lo que
acontecen en el incómodo Benidorm, o en Toledo, con tantos escaparates de
armaduras y espadas dispuestas para ser vendidas a unos turistas a los que, más
tarde, cuando se largan, no se les permite subir al avión...
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