Hace ya bastantes años, cuando el tabaco inspiraba al
artista, escribí un artículo para un ya desaparecido diario aragonés, que
titulé “Volver a la petaca”. Divagaba
sobre la importancia que tenía la picadura dentro de la petaca en el bolsillo
del escritor. En “Viaje a la Alcarria”,
por ejemplo, el viajero celiano hacía pausas en sus trochas, se sentaba a la sombra de un árbol y
liaba con parsimonia un cigarro al borde del camino. Y en ocasiones hasta le
servía para entablar amistad con algún trajinero que pasaba por allí montado en
su mula, o con un agricultor que iba camino de su pequeño terruño dispuesto a
escardar cebollinos. Lo mismo se puede decir de los versos de José Pla, de las novelas de Baroja, de la dulzura machadiana, o de la
figurilla casi indefensa que representaba a Julián, ese ser oscuro de Delibes
que, en “Diario de un cazador”,
escuchaba el expreso de Galicia cuando el desasosiego no le dejaba conciliar el
sueño. El tabaco, pese a su comprobado perjuicio, es también quitamiedos,
refugio de inicuos, sosiego de neuróticos, consuelo de afligidos, arma contra
la timidez, etcétera. Hay treinta y seis maneras de fumar un habano. Kipling llegó a decir: “Una mujer es
sólo una mujer, pero un buen puro es otra cosa”. Ignoro si la señora que tengo
a mi derecha está preñada de media hora, si al señor que tengo a mi izquierda
le molesta la tagarnina que saboreo con mil amores, o si merezco que me pongan
una multa por cometer el desatino de fumar en el pasillo de un colegio de
frailes. Como digo, reconozco que está demostrado que fumar es malísimo para la salud y
que existe un rabo de enfermedades asociadas al consumo de tabaco, pero, ¿qué
es saludable? Ahora dicen los expertos que el azúcar tampoco es sano, y el café
y las fritangas de las churrerías... Mañana, tal vez, digan esos mismos expertos de la OMS que no conviene abusar del
soplido de matasuegras ni de la gaseosa de sobre ni oler humo de incensario
durante los rosarios de la aurora. Y en consecuencia, serán anotados en el
extenso rol de lo prohibido para siempre. La petaca, en fin, ya es historia, un adminículo
que duerme en el mismo cajón que esa novela inédita que nunca verá la luz, el
vinilo de Alicia y nubes grises, el
recordatorio de la primera comunión, la serpentina sobrante del último carnaval
y la plaquita esmaltada de una tasca del leonés Barrio Húmedo que fue a parar a
una chatarrería, donde avisaba a la distinguida clientela: “Prohibido cantar,
escupir en el suelo y hablar de política”. Es el signo de los tiempos. Lo cierto es que
casi toda la vida se me ha marchado silente por el oscuro desagüe de un lavabo
carente de tapón, o sea, por el caracolillo en la frente de Estrellita Castro.
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