Lo acontecido esta tarde en Barcelona me recuerda “Toreo de salón”. Cuenta Cela: “Decir, ¡pasa toro! a una silla
que se queda quieta es mucho menos normal que decírselo a un toro que, a lo
mejor, pasa tan deprisa que no da tiempo ni a terminar de decírselo. Componer
la figura sin toro es más meritorio que mantener el tipo, aun con el ombligo
encogido, cuando el toro empuja”. Lo cierto es que Puigdemont ha quedado hoy ante sus socios de la Candidatura d'Unitat Popular, y
también ante los separatistas que le escuchaban por plasma en la calle,
como Cagancho en Almagro. A
Puigdemont le ha entrado la cagalera viendo que las empresas del Ibex se marchaban de Cataluña, ha dado
dos pasadas con su capote de brega sobre el micrófono de oradores en el Parlament y ha terminado su toreo de
salón lanzando una revolera a los diputados, o sea, anunciando a los
presentes en sus escaños que declaraba la independencia de Cataluña, al tiempo
que pedía a la presidencia del Parlament,
Carme Forcadell, que esa
independencia por él proclamada la dejase en suspenso, que antes deseaba dialogar con Mariano Rajoy de no sabemos qué. Ha sido como un mete y saca al más puro estilo de Antonio Chenel Albadalejo, conocido en el mundo taurino como Antoñete, cuando era consciente de que
el estoque había penetrado fuera del hoyo de las agujas (que en argot taurino
también se denomina como los rubios, la cruz y la yema) del morlaco de Jandilla. Ya hay chistes en internet para todos los gustos, pero no
seré yo el que haga leña del árbol caído. La rara aventura de Puigdemont en su
pretensión de proclamar la
República de Cataluña con la aquiescencia del tripartito que lo sustenta me recuerda
la disparatada travesía política de Rufus T. Firefly al frente de
Silvania y la guerra con el vecino Freedonia en la película Sopa de ganso. Aquí no pasa nada. Ya
pueden desatarse las colgaduras con la bandera española fabricadas en China de
los balcones de nuestras ciudades. Puigdemont ya no genera inquietud. Nadie está obligado a hacer más de lo que
sabe. El esperpento, que yo sepa, fue cosa de Valle-Inclán, “de negra guedeja y luenga barba”, al que
le dejó manco del brazo izquierdo Manuel
Bueno en el Café de la Montaña el día que le
arreó un bastonazo. Con el
impacto, el gemelo de su camisa se clavó en su piel, ocasionando una profunda
herida que acabó infectada y con el brazo engangrenado. Puigdemont, que más que
un esperpento parece que hubiese bebido absenta, esa bebida rodeada de
misticismo, era consciente de que la comedia nace de la más profunda de las
tragedias. Lo de esta tarde ha sido un gag
patético en un vano ejercicio de toreo de salón, que, como decía John Kyats (también lo recuerda Cela en
su libro) “es como cascársela con goma higiénica”.
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