Todos los veranos nos empacha la prensa con las
vacaciones reales, el “look” de la consorte el rey, las visitas protocolarias
en el palacio de La Almudaina
(propiedad de Patrimonio Nacional), los concursos de vela de Felipe VI en el velero “Aifos 500” (propiedad de la Armada) y
los edulcorados posados familiares para la prensa del corazón. Atrás quedaron
otros veraneos reales en el palacio de
Marivent (cuyo mantenimiento sigue costando al gobierno balear 2’5 millones
de euros anuales) y que ha perdido más glamour
que el santanderino palacio de la
Magdalena en el ya lejano verano de 1931. Pero ese palacio, al menos, (que
costó 700.000 pesetas de 1912 y que fue vendido por Juan de Borbón en 1977 por 150 millones de pesetas durante el
mandato como alcalde de Juan Hormaechea),
se convirtió en la Universidad
Internacional Menéndez Pelayo gracias al empeño de Fernando de los Ríos y de Francisco
Barnés. Tengo a mano “La vida en Santander”
(Fermín Sánchez González, seudónimo “Pepe Montaña”, Aldus, Santander, 1950,
Tomo III, 1925- 1937) donde se da cuenta del verano de 1930, el último del
reinado de Alfonso XIII. El 19 de
julio de aquel año, el rey regresaba de Inglaterra “como un pasajero más” a
bordo del vapor Arlanza. El barco
atracó en el muelle y el rey descendió por la escalera sur, montó en su
gasolinera Fakun-Tu-Zin y se trasladó
al Club Marítimo. En la escala le recibieron las autoridades. Allí estaba “todo
Santander” vitoreando al monarca. Los santanderinos comentaban la “sencillez
del rey”. ¿Sencillez? Todo menos eso. Pocos meses más tarde no opinaban del
mismo modo. El pueblo español es, salvo honrosas excepciones, plebeyo hasta la
grosería y cambiante como pluma al viento. No lo digo yo, lo describen los
libros de historia.
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