Si
les digo la verdad, hoy lo que me pedía el cuerpo era hacer un extenso elogio
sobre la brillante figura periodística de Manuel
Martín Ferrand, fallecido tal día como ayer, hace cinco años, en la
madrileña clínica de la Concepción. Pero no lo voy a hacer. Sería una osadía por
mi parte tratar de añadir algo a lo que ya se ha dicho sobre él. Tengo en mis
manos, lo bueno siempre hay que conservarlo, el ABC del día siguiente, sábado
31 de agosto, donde aparece en portada
una foto ampliada del periodista en el despacho de su casa en 2010. Una
foto en la que aparece pensativo, con la mano izquierda abierta apoyando un
rostro sereno que mira fijamente a la cámara. También su hijo Daniel le dedica su columna en República de las ideas.com. Y a eso iba.
Señala: “La mala memoria nacional le ha convertido en algo olvidado, más
prescindido que prescindible. Algo que por otra parte resulta hasta lógico. Un
país que arrincona en el olvido a Salvador
de Madariaga o Corpus Barga, que
no tiene unas obras auténticamente completas de Unamuno, que coloca a los intelectuales según bando antes que por
ideas… es lógico que también haya obviado el magisterio de Manuel Martín
Ferrand. De momento, una rotonda y un
premio escolar en Pozuelo de Alarcón, un curso de periodismo y unas cuantas
calles prometidas –que no construidas– son la única memoria que España guarda
del conspicuo periodista”. Lo dejo ahí. Pero deseo hacer una pequeña referencia
a ese “revisionismo histórico” al que
se le ha dado cuerda ahora como si se tratase de uno de aquellos motoristas de
hojalata que formaron parte de los juguetes de mi infancia. Durante el Gobierno
de Rodríguez Zapatero esculpió
Manuel Martín Ferrand con su pluma: “Los grandes promotores
de la mal llamada “memoria
histórica”, desenterradores de cadáveres y
odios, utilizan los procedimientos [de aquel
pobre diablo pedigüeño], para vendernos sus
inconsistentes folletitos de glorificación de
una República que produjo tanto gozo
en su tramposa instauración como dolor
en su sombrío y decadente desarrollo”. Su hijo Daniel
aclara en nota al pie que aquel “pobre
diablo pedigüeño” no era otro que el poeta
bohemio Armando Buscarini (pseudónimo de Antonio Armando García Barrios). Buscarini fue el supuesto apellido
de un padre al que nunca conoció. Vendía libros y otros adminículos en un
puesto ambulante y cuando las ventas le iban mal acababa la jornada en la Botillería de Pombo, y a los hermanos Álvarez Quintero les “chantajeaba” con
suicidarse lanzándose al vacío desde el
puente de Segovia si no le compraban algo. Murió loco en un manicomio de Logroño en 1940 y su cadáver
terminó en la fosa común. José Manuel de Prada lo rescató del
olvido y utilizó a Buscarini como personaje secundario de su novela “Las
máscaras del héroe”. Algo que me recuerda a Valle Inclán en “Luces de Bohemia” con Alejandro Sawa.
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