Acostumbrado a comprar en el Mercado Central, nunca entendí la razón por la que
los productos dispuestos para la venta siempre estaban por debajo de una cifra
redonda. Suponía que los tenderos utilizaban ese aparente truco para que diese
la sensación de que estaban más baratos. Por ejemplo, poner la etiqueta de los mejillones a la vista
del cliente en 2’99 euros/kilo en vez de 3uros. La respuesta a mi falta de
entendimiento la encontré de forma casual en el envés de una hoja de calendario.
Descubrí que esa pauta comercial no se hacía para impresionar al consumidor
sino que tenía que ver con el movimiento de la caja registradora. Poniendo los
precios con céntimos, los propietarios del negocio se aseguraban de que sus
dependientes registraran todas las ventas, al tener que dar el cambio. Pues
mira, no había dado en el quid de la cuestión. Como dice Julio Llamazares, “hay que parase, escuchar y mirar” para ir
aprendiendo. Él, Llamazares, se refería en su artículo en El País a que “cuando era niño y adolescente, una de sus
diversiones favoritas era acercarse a las vías del tren de León a Bilbao para
verlo pasar, pero sobre todo para
escucharlo llegar desde lejos anunciándose entre la arboleda igual que después
se perdería en un horizonte que era el del verano mismo”. A mí me sucede en el
mercado. Tomo número, me paro frente al dependiente, escucho lo que se habla a
ambos lados del mostrador y miro a los clientes que, como yo, esperan pacientes
su turno para ser atendidos. Por una ranura de la balanza sale una tira de
papel con un código de barras, el peso del producto adquirido y el importe que
debo abonar. Las pautas comerciales han cambiado sin que nos hayamos dado
cuenta y a la velocidad que transitan por el bruno firmamento las perseidas,
esa calderilla que antes nos devolvía la caja registradora.
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