Caminas por la calle y descubres que
está todo cerrado, menos los bares, ese segundo cuarto de estar de los
españoles, los bingos, esos lugares donde se reúnen las viejas burguesas los
domingos por la tarde, y los escaparates de los grandes almacenes, la caverna,
ese “inmenso caleidoscopio”, en palabras de José Saramago, donde
“los prisioneros creen que ven y describen las cosas reales cuando solamente
ven y describen sus sombras o apariencias”. Decía Saramago a propósito de La Caverna, su novela: “En los grandes
almacenes la ausencia de comunicación es total. El comprador no necesita
intercambiar ninguna frase con el dependiente, a diferencia del diálogo
inevitable que se establece en una tienda pequeña. Antes las gentes se reunían
en las plazas o en los jardines, pero ahora ya no son lugares seguros. Los
grandes almacenes son, a la vez, las nuevas catedrales y las nuevas
universidades. No tengo nada contra estos establecimientos, pero sí contra una
forma de espíritu autista de consumidores obsesionados por comprar”. La novela
de Saramago, escrita en Lanzarote, gira en torno a tres personajes, el alfarero
y su hija, que comparten su trabajo en el alfar, y el marido de ella, vigilante
en unos grandes almacenes. Como bien señalaba Darío Villanueva (El Cultural,
03/01/2001), “en la batalla entre un imponente Centro Comercial y un modesto
alfar, conflicto que consagra el triunfo de ‘las estúpidas mentiras de
plástico’ (pág. 33) y la condena del protagonista Cipriano Algor, se pierden los supremos valores del trabajo humano,
y ese predominio del cambio sobre el uso determina la total alineación de las
personas”. Sólo en el ágora de las solaneras de las periferias urbanas hay
corrillos de ancianos comentando algo referido a las pensiones y a los
achaques, temas recurrentes que les desasosiegan.
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