viernes, 17 de agosto de 2018

Entre el ágora y la caverna



Caminas por la calle y descubres que está todo cerrado, menos los bares, ese segundo cuarto de estar de los españoles, los bingos, esos lugares donde se reúnen las viejas burguesas los domingos por la tarde, y los escaparates de los grandes almacenes, la caverna, ese “inmenso caleidoscopio”, en palabras de José Saramago, donde “los prisioneros creen que ven y describen las cosas reales cuando solamente ven y describen sus sombras o apariencias”. Decía Saramago a propósito de La Caverna, su novela: “En los grandes almacenes la ausencia de comunicación es total. El comprador no necesita intercambiar ninguna frase con el dependiente, a diferencia del diálogo inevitable que se establece en una tienda pequeña. Antes las gentes se reunían en las plazas o en los jardines, pero ahora ya no son lugares seguros. Los grandes almacenes son, a la vez, las nuevas catedrales y las nuevas universidades. No tengo nada contra estos establecimientos, pero sí contra una forma de espíritu autista de consumidores obsesionados por comprar”. La novela de Saramago, escrita en Lanzarote, gira en torno a tres personajes, el alfarero y su hija, que comparten su trabajo en el alfar, y el marido de ella, vigilante en unos grandes almacenes. Como bien señalaba Darío Villanueva (El Cultural, 03/01/2001), “en la batalla entre un imponente Centro Comercial y un modesto alfar, conflicto que consagra el triunfo de ‘las estúpidas mentiras de plástico’ (pág. 33) y la condena del protagonista Cipriano Algor, se pierden los supremos valores del trabajo humano, y ese predominio del cambio sobre el uso determina la total alineación de las personas”. Sólo en el ágora de las solaneras de las periferias urbanas hay corrillos de ancianos comentando algo referido a las pensiones y a los achaques, temas recurrentes que les desasosiegan.

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