sábado, 3 de agosto de 2019

Y la tarde otoñando



Era mi primer viaje a Sevilla. Nunca había estado en Andalucía. Si lo hice fue por cuestión de trabajo. Estaba pasando unos días en Guipúzcoa, en casa de mis padres, cuando recibí un telegrama de Gutiérrez, mi jefe. Me reclamaba. Y allí fui. Tomé un tren a Madrid, dejé la maleta en Atocha e hice tiempo a un convoy nocturno  con destino a Algeciras. En mi departamento se encontraban una señora y una  hija de diecisite años pelirrojilla. Antes de que arrancase el tren, ambas se disponían a jugar a no sé qué con una baraja. El largo trayecto se me hizo corto. Me entretuvo aquella chica espabilada y con cara de ángel. Me apeé en la sevillana Estación de San Fernando y la  madre y la hija siguieron trayecto. Otra vez la maleta en la consigna. Callejeando en busca de hospedaje se me rompió el cordón de uno de mis zapatos. Eran las siete de la mañana y unos empleados de la limpieza pública regaban la calle Sierpes a chorro con la ayuda de una manguera. Le pregunté a uno de aquellos empleados municipales con gorra de visera si podía informarme sobre dónde podría comprar unos cordones. El tipo de la manguera, después de mirarme de arriba abajo como el que ve a un extraterrestre, me contestó: “¡Qué dice usted…!, ¿acaso no se ha enterado de que hoy es festivo no recuperable?”.  “Pues no, señor. No tenía ni idea” Y el barrendero, como el que hace un favor sin esperar recompensa, me lo aclaró todo: “Pues ya se lo digo yo antes de que se entero por ahí. Hoy es San Pedro y San Pablo”.  Seguí camino hasta dar con una habitación en la calle de San Eloy. En La Campana entré en el bar Flor con idea de tomarme un café. Casualidades de la vida, allí estaba Juan, el electricista de Los Rosales al que conocía de La Compañía de Alcoholes, donde él había sido trasladado hacía poco tiempo. Estuvimos hablando y nos alegramos del encuentro casual. Al poco tiempo murió en accidente de trabajo en la azucarera de Toro, donde estaba desplazado durante  aquella campaña. Al día siguiente, Gutiérrez me dijo que ya me había buscado alojamiento en Triana, en casa de una señora mayor, dando por hecho que allí me encontraría bien atendido. Y en aquella casa pasé todo el verano y parte del otoño. La chica del tren, a la que no podía quitarme de la cabeza, me había dado su teléfono antes de despedirnos y durante aquel verano la estuve telefoneando a su pueblo con  mucha frecuencia. Al término del verano, ella me dijo que volvía a Madrid, al internado donde estudiaba. Y al terminar mi estancia en Sevilla, al llegar a Madrid quise visitarla en su residencia de Carabanchel. Le llevé un pequeño obsequio, con tan mala fortuna de que la bedela que me atendió me informó de que el alumnado se encontraba en clase. Dejé el modesto regalo para que se lo entregasen y me marché apenado por no haberla podido ver. Era los últimos días de octubre y por El Retiro caminé despacio aquella tarde, con mi porvenir a la deriva, la maleta nuevamente en consigna y mi casa muy lejos. Las hojas caídas de los árboles se me antojaban confeti abandonado en el suelo de un salón tras una fiesta de puesta de largo. Y la tarde amarilla perdiendo color, otoñando.

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