Era mi primer viaje a Sevilla. Nunca había estado en
Andalucía. Si lo hice fue por cuestión de trabajo. Estaba pasando unos días en Guipúzcoa,
en casa de mis padres, cuando recibí un telegrama de Gutiérrez, mi jefe. Me reclamaba. Y allí fui. Tomé un tren a
Madrid, dejé la maleta en Atocha e hice tiempo a un convoy nocturno con destino a Algeciras. En mi departamento se
encontraban una señora y una hija de
diecisite años pelirrojilla. Antes de que arrancase el tren, ambas se disponían
a jugar a no sé qué con una baraja. El largo trayecto se me hizo corto. Me
entretuvo aquella chica espabilada y con cara de ángel. Me apeé en la sevillana
Estación de San Fernando y la madre y la
hija siguieron trayecto. Otra vez la maleta en la consigna. Callejeando en
busca de hospedaje se me rompió el cordón de uno de mis zapatos. Eran las siete
de la mañana y unos empleados de la limpieza pública regaban la calle Sierpes a
chorro con la ayuda de una manguera. Le pregunté a uno de aquellos empleados
municipales con gorra de visera si podía informarme sobre dónde podría comprar
unos cordones. El tipo de la manguera, después de mirarme de arriba abajo como
el que ve a un extraterrestre, me contestó: “¡Qué dice usted…!, ¿acaso no se ha
enterado de que hoy es festivo no recuperable?”. “Pues no, señor. No tenía ni idea” Y el
barrendero, como el que hace un favor sin esperar recompensa, me lo aclaró todo:
“Pues ya se lo digo yo antes de que se entero por ahí. Hoy es San Pedro y San
Pablo”. Seguí camino hasta dar con una
habitación en la calle de San Eloy. En La Campana entré en el bar Flor con idea de tomarme un café.
Casualidades de la vida, allí estaba Juan,
el electricista de Los Rosales al que conocía de La Compañía de Alcoholes, donde él había sido trasladado hacía poco
tiempo. Estuvimos hablando y nos alegramos del encuentro casual. Al poco tiempo
murió en accidente de trabajo en la azucarera de Toro, donde estaba desplazado durante
aquella campaña. Al día siguiente,
Gutiérrez me dijo que ya me había buscado alojamiento en Triana, en casa de una
señora mayor, dando por hecho que allí me encontraría bien atendido. Y en
aquella casa pasé todo el verano y parte del otoño. La chica del tren, a la que
no podía quitarme de la cabeza, me había dado su teléfono antes de despedirnos
y durante aquel verano la estuve telefoneando a su pueblo con mucha frecuencia. Al término del verano, ella
me dijo que volvía a Madrid, al internado donde estudiaba. Y al terminar mi
estancia en Sevilla, al llegar a Madrid quise visitarla en su residencia de
Carabanchel. Le llevé un pequeño obsequio, con tan mala fortuna de que la bedela
que me atendió me informó de que el alumnado se encontraba en clase. Dejé el modesto
regalo para que se lo entregasen y me marché apenado por no haberla podido ver.
Era los últimos días de octubre y por El Retiro caminé despacio aquella tarde,
con mi porvenir a la deriva, la maleta nuevamente en consigna y mi casa muy
lejos. Las hojas caídas de los árboles se me antojaban confeti abandonado en el
suelo de un salón tras una fiesta de puesta de largo. Y la tarde amarilla perdiendo
color, otoñando.
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