viernes, 7 de julio de 2023

La importancia del silencio

 


Observando el guirigay de las terrazas en verano me viene a la cabeza un artículo del médico gallego Domingo García-Sabell, “El silencio”  (El País, 19/1/84), donde su autor mantenía que  “al español le gusta gritar. Le gusta alzar la voz para hacerse oír. Y le gusta, tanto o más, desde lo estentóreo, hablar. Hablar continuamente, sin tasa, sin reposo, en chorro inacabable. Hablan unos y otros. Hablamos todos. Con frecuencia, a un tiempo. La oración individual se convierte en algarabía. El juicio, en barullo. Se opina de todo y sobre todo. Se opina sin medida. Se afirma, se niega, se protesta, se adhiere, se disiente, o se confirma. Y todo ello fuera de proporción. La vida colectiva española anda próxima a la zaragata indiscriminada…”. Algo parecido a lo que sucede con los tertulianos de las cadenas televisivas. Hablan ex cátedra, da igual de qué se trate el tema del día. Saben de todo y hasta se enfadan cuando alguien les lleva la contraria, aunque ese “alguien” sea perito en la materia y sepa de lo que habla. No son conscientes de que el silencio también consiste saber escuchar, que es una buena cura de humildad porque uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que cuenta. Un poco más adelante, en ese artículo, García-Sabell señala que “los pensamientos se rumian, esto es, se digieren y se vuelven a digerir, con parsimonia, sin apuros ni arrebatos. La furia, delirante impide toda maduración. Queremos la cosecha antes de que el fruto grane”. El “vagón del silencio” de Renfe, implementado desde 2014, fue una buena idea para aquellos viajeros que querían relajarse después de un día ajetreado. Pero existen dos tipos de silencio: el de biblioteca o del páramo castellano, que me agradan, y el silencio mudo, que aborrezco. El primero ayuda a la concentración; el segundo, es el del anciano solitario o el del perro abandonado en la carretera, sin vuelta atrás.

 

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