martes, 11 de julio de 2023

Niño, no toques al muerto

 

Decía Manuel Azaña que el español es muy dado a mover cadáveres y a trocearlos para hacer más sitio en los sepulcros. Por eso pidió a Dolores Rivas, su mujer, que le dejasen quieto allí donde muriera. Se cumplió su deseo y sus restos reposan en el occitano Montauban desde el 11 de noviembre de 1940. También por hacer necropsias, sobre todo a reyes de épocas remotas, los españoles sienten una gran debilidad. También a generales, como en el caso de Prim. Así se explica que los estudiosos abran sepulturas en iglesias y conventos para comprobar el estado de conservación de la momia de un monarca, en qué estado se conservan sus ropajes, si los huesos de las piernas son largos o cortos, si sus pies tiene inclinación hacia afuera en la posición de pie valgo, cómo se encuentra la desecación de cuerpos blandos, etcétera. Así, Gregorio Marañón pudo dar cuenta (en un ensayo que ya es un clásico) de la exhumación de Enrique IV de Castilla en el Monasterio de Guadalupe (Cáceres) en la noche del 19 de octubre de 1946, previa autorización del cardenal-arzobispo de Toledo. Ayer, leyendo un artículo de ABC, me enteré de que en 1993 el historiador Carlos Ros solicitó un estudio al entonces rector de la Universidad y médico José Luis Romero Polanco ante el posible riesgo progresivo de deterioro de la momia de Fernando III de Castilla, fallecido en Sevilla el 30 de mayo de 1252. Era hijo de Alfonso IX de León y de Teresa de Portugal. Fue el rector, en su calidad de médico, el encargado de practicar la necropsia de los restos del rey canonizado. Pudo observar en la momia lo que él llamaba “las cuadrillas de obreros de la muerte”, o sea, insectos que atacan lo que queda de los tejidos de un cadáver. Treinta años más tarde, en enero de 2023, el Cabildo le encargó otro estudio completo de la momia a un grupo de médicos coordinado por el doctor José Cabrera Forneiro. El informe final sobre las conclusiones de esa necropsia tardó varios meses en salir a la luz. En ese estudio se señala que “no quedan restos de ácaros, hongos y bacterias en la momia y que su estado de conservación no ha sufrido variaciones destacables en los últimos treinta años”. De cualquier manera, en el siglo XV cualquiera se podía morir de algo que, al ser desconocido por los galenos, era debido al “mal de ijada”, que en muchos casos era una forma de disipar la duda de que había sido quitado de en medio por envenenado. Siglos más tarde, Gregorio Marañón estuvo convencido de que Enrique IV murió de una displasia eunucoide –definida hoy en día como una endocrinopatía– o bien los efectos asociados a un tumor hipofisario (la parte del cerebro que regula el equilibrio de la mayoría de hormonas). El envenenamiento por arsénico, muy común por aquellos tiempos, como digo, quedó descartado en el caso de aquel rey castellano. Cuando el arsénico es causa de muerte, en su fase final hay intensa gastroenteritis sanguinolenta y anasarca (acumulación de líquidos en el cuerpo). Al final, la versión oficial fue que el rey murió de “un flujo de sangre”. El cronista Alfonso Fernández de Palencia, al referirse a la muerte de Enrique IV, termina con estas palabras: “Miserable y abyecto fue el funeral. El cadáver, colocado sobre unas tablas viejas, fue llevado sin la menor pompa al Monasterio de Santa María del Paso a hombros de gente alquilada”. En la foto superior izquierda, carta  de agradecimiento de Enrique IV de Castilla a Diego Fernández de Córdoba, I conde de Cabra.

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