jueves, 6 de julio de 2023

El precursor Brillat-Savarin

He leído con atención el libro “Fisiología del gusto”, de J.A. Brillat-Savarin con prólogo de Néstor Luján (Editorial Óptima. Barcelona. Febrero 2001). Brillat-Savarin, junto a Grimod de la Reynière, como bien señala Luján, fue uno de los primeros escritores gastrónomos de la historia de la alimentación humana y, ambos, los primeros que pusieron la base de la cocina francesa. Murió cuatro meses después de haber aparecido ese libro sin nombre de autor, en 1826, y sin llegar a conocer su formidable éxito. Parece ser que cogió una pulmonía en el templo de Saint-Denis cuando asistía a una misa por Luis XVI, guillotinado el 21 de enero de 1793. Tenía Brillat-Savarin en el momento de su muerte 71 años. Sus herederos vendieron los derechos de esa obra por 1.500 francos-oro. Quedó en este mundo una hermana, Pierrette, que falleció cuando le faltaban dos meses para cumplir el siglo. Sostiene Luján que la mató una apoplejía cuando acababa de gritar a la camarera: “Y ahora, hija mía, me queda poco tiempo: tráeme, por favor, los postres”. El libro consta de varias partes: un diálogo entre el autor y su amigo; aforismos de catedrático; prefacio; treinta meditaciones; y la misiva a los gastrónomos de ambos mundos. En total, 229 páginas (incluido en esta edición el prólogo de Luján) que no tienen desperdicio. En la meditación XII, en el apartado  “Los médicos”, cuenta Brillat-Savarin una curiosa anécdota, que copio textual: “El canónigo Rollet, que murió hace cerca de cincuenta años, tenía afición a mucho vino, según usanza de tiempos antiguos; cayó enfermo y la primera palabra del médico fue la prohibición de que probase zumo de uvas. Sin embargo, en la siguiente visita el médico halló acostado al enfermo y delante de la cama el cuerpo del delito casi completo, a saber: una mesa cubierta con paño muy blanco, una copa de cristal, una botella de aspecto hermoso y una servilleta para secar los labios. Con semejante perspectiva se encolerizó el médico y quiso despedirse para no volver, cuando el desgraciado canónigo exclamó con voz melancólica: “¡Ay, doctor! Recuerde que al prohibirme que bebiera, no mandó usted que me privara del gusto de mirar la botella”. Recomiendo su lectura.

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