En aquel pueblo casi no había diversiones. Durante los
meses de invierno, las pocas muchachas que quedaban solteras se acercaban
algunas tardes hasta la parroquia para
ensayos de coro bajo la dirección de doña Sacramento del Altar, esposa del jefe
de estación. A doña Sacramento del Altar, las muchachas le llamaban doña Sacra.
Y doña Sacra, que hacía dos veces al año ejercicios espirituales en Loyola y
escuchaba al padre Laburu aprovechando que viajaba gratis en el tren, se
afeitaba una vez por semana los vigorosos pelos que le crecían en los muslos,
en la papada y en la zona del mostacho.
Los pelos de las ingles y de los sobacos recibían otro tratamiento, se los
teñía con camomila. Después de rasurarse con cuidado para no herirse en la
piel, doña Sacra se aplicaba una loción de Flöid, el genuino, y más
tarde se untaba con gold-cream y
colorete para tener un aspecto saludable. Doña Sacra, que era cachonda además
de virtuosa, siempre iba muy acicalada y relimpia. Disponía de una amplia
colección de modelos, ella decía que eran de Perís, que le había regalado don
Ataulfo, veterinario titular, tras quedarse viudo y conseguir el traslado a
Fuentesaúco.
--¿Pero
existe en aquel páramo ganado mular, don Ataulfo?
--Si
le digo la verdad no lo sé, doña Sacra, pero me han asegurado que se cosechan
unos espléndidos garbanzos.
Mientras
doña Sacra ensayaba “Vamos niños al sagrario, que Jesús llorando está...”,
y accionaba con brazos y manos marcando el compás de compasillo, sus pechos,
que semejaban dos enormes tocinos de
cielo, se estremecían bajo el vestido estampado con flores silvestres buscando
afanosamente la salida por el escote.
Don
Fabián, el cura ecónomo, que hacía tiempo hasta la hora del acostumbrado
rosario dentro del confesionario, levantaba los ojos por encima de las gafas amor
y daba un par de saltitos sobre el asiento de madera antes de persignarse. A
veces, cuando pasaba un tren de mercancías y silbaba cerca del paso a nivel sin
barreras, resultaba necesario volver a retomar la pía canción desde el
principio.
Doña
Sacra, en ocasiones, mientras dirigía el coro y conseguía que el cántico
saliera redondo, posaba su mirada sobre uno de los altares laterales, que lo
presidía la bella imagen de un san Tarsicio con cara de sarasa, como disecado y
en minifalda. Una vez terminados los ensayos con aprovechamiento, los martes y
jueves de cuatro a cinco de la tarde, las muchachas se iban de paseo por la
carretera, pero doña Sacra aprovechaba para cumplir con el avío del sacramento
de la penitencia. Se acercaba hasta una rejilla lateral del confesionario y
postrada de rodillas daba comienzo con un “ave María Purísima” previo,
después le contaba a don Fabián todos los yerros cometidos de pensamiento,
palabra, obra u omisión. Don Fabián, muy atento, escuchaba a doña Sacra
mientras sujetaba la cabeza con uno de los brazos que apoyaba en el sillón de
madera. Tras la absolución de don Fabián y la firme promesa hecha por doña
Sacra de rezar los tres paternóster
prescritos como expiación, ésta
se levantaba del reclinatorio para asomarse entre las cortinillas de la parte
frontal del confesionario, a fin de poder interesarse por el delicado estado
de salud del sacerdote, que es una obra
de misericordia. Entonces, don Fabián, que sabía distinguir como una raposa el
brillo de cada mirada, esperaba en silencio a que doña Sacra le permitiera que
le acariciase los nerviosos pechos por encima del escote. Don Fabián, sin más
preámbulos, le medía el gusto.
--Con
esto no hacemos daño a nadie.
--Claro
que no, doña Sacra, que se puede ser
cachonda y cristiana a un tiempo. Usted sabe consolar con mucha delicadeza al
necesitado y eso le honra.
Después
de haberle equilibrado el deleite a doña Sacra, don Fabián marchaba hasta la
sacristía y regresaba al poco rato con dos vasos colmados de mistela, que se lo
bebían de un par de sorbos apoyados en el altar de san Tarsicio.
La
tarde caía mansamente y faltaba poco para que las primeras comadres llegasen
dispuestas a rezar la retahíla de avemarías. En la calle el frío era intenso.
Doña Sacra subía mansamente por la rampa conducente hasta la estación entre una
densa bruma, el timbre de un ciclista, el ladrido de un perro y el agudo
silbido de la locomotora del tren correo
de Valladolid, que tenía su rendibú.
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